Libro_En_ el_Reinodela_Sal.pdf - Editores Alambique
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El asistente regresó a los minutos. Los ojos le brillaban con ardor.<br />
Temblaba y respiraba con fuerza. De un momento a otro se<br />
abalanzó sobre <strong>el</strong> cadáver, todavía tibio, supuse. De un bolsillo sacó<br />
un tubito de plástico azul que comenzó a descargar contra la cara<br />
d<strong>el</strong> muerto. Parecía que macheteaba para alejar al diablo. Sólo <strong>el</strong><br />
muerto, <strong>el</strong> asistente y yo supimos lo que pasó. La única hija que lo<br />
acompañaba estaba afuera. <strong>En</strong>tre sollozos, trataba de calmar y reunir<br />
a sus hermanos. <strong>En</strong> un chasquido <strong>el</strong> asistente rasuró la barba y <strong>el</strong><br />
grueso y ancestral bigote. “Quedó como nalguita de bebé”, me explicó,<br />
sin determinar mi presencia. Sin que quedara duda de que estaba<br />
por completo conmovido con la rasurada que acaba de darle al<br />
muerto, le acarició las mejillas y <strong>el</strong> mentón en tanto las diez letras<br />
de su nombre, una por cada anillo cuadrado y de oro macizo, encallados<br />
en sus regordetas y sudadas manos, tintinearon contra la luz.<br />
Exaltado, <strong>el</strong> asistente le quitó la ropa al que acaba de dejar de ser<br />
amigo, padre, esposo, abu<strong>el</strong>o, sin que ninguno de los nietos pequeños<br />
lo hubiera podido reconocer debido a lo hecho por sus esforzadas<br />
manos, para amortajarlo con sábanas blancas, dejándole visible<br />
la cara, más redonda y brillante que nunca.<br />
El asistente se fue despacio. Orgulloso por <strong>el</strong> deber cumplido.<br />
Hasta anclar cerca de la entrada. Para ver sin ser visto. Un compañero<br />
se acercó en silencio. El puñado de hijos y nietos penetró de golpe<br />
y de porrazo quedaron cong<strong>el</strong>ados en la puerta, mirando al muerto<br />
recién hecho. Las quijadas se desencajaron. Una tiesura de palidez<br />
invadió las caras. La hija que lo cuidaba se acercó y comenzó a<br />
llorar, sólo yo supe que por algo más que dolor, antes de urgir a sus<br />
hermanos para que se arrimaran. Chillaron ahogadamente. “¿Cómo<br />
ha sido posible?” “¿Por qué?” Un nieto no pudo evitar un “¿Dónde<br />
está mi abu<strong>el</strong>o?”, al lanzarse sobre los brazos de uno de los tíos.<br />
Confundidos, furiosos, en especial derrotados, por la sorpresa de<br />
ver por primera vez al papá, esposo, amigo, abu<strong>el</strong>o, con aqu<strong>el</strong> rostro.<br />
Uno de <strong>el</strong>los, y tras éste fue <strong>el</strong> resto, se dirigió a reclamar hacia<br />
la pequeña oficina donde estaba la enfermera en jefe de turno. Sólo<br />
se quedó, clavada, la muchacha que lo cuidara. <strong>En</strong>tonces los dos<br />
asistentes aprovecharon y entraron. El que lo había afeitado sentenció<br />
“Tenemos que dejarlo en la morgue, ahí lo podrán recoger. Son<br />
las reglas”. Luego comenzaron a tirar de la camilla. La mujer los siguió,<br />
flotando. No lejos, <strong>el</strong> ruido de los reclamos crecía. Al pasar<br />
frente a mi cama, sin determinarme, <strong>el</strong> asistente murmuró al otro<br />
“Qué triste verdad, y yo que lo dejé tan bien arreglado que hasta se<br />
ve demasiadamente joven para haberse muerto”. Este sí que no supo<br />
lo que hizo. Ni d<strong>el</strong> golpe seco que producían sus diez dorados y<br />
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