Libro_En_ el_Reinodela_Sal.pdf - Editores Alambique
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LXVI<br />
Quienes oyeron la caída creyeron que era debido a los trabajos que<br />
los Gallos hicieron en los últimos días, sin que nadie supiera para<br />
qué, en especial con los estallidos de la dinamita, hacia atrás de la<br />
montaña. Sólo El Albino entendía que lo que mandó a hacer montaña<br />
adentro, era por Sandoval. Como una mordedura de leche rabiosa,<br />
frunció <strong>el</strong> ceño y maldijo entre dientes al único que lo retó, y a<br />
quien pronto vería arrastrándose, suplicándole que no le quitara las<br />
tierras. Sería él, y frente a todos, quien pronto llegaría, al haberse<br />
asegurado <strong>el</strong> resto de las propiedades y con su enemigo a punto de<br />
hundirse. Llegaría con su esposa de un brazo y la mujer d<strong>el</strong> propio<br />
Sandoval d<strong>el</strong> otro. Que no le quedara duda de que eran suyas. Luego<br />
lo mandaría a agarrar y lo obligaría a que firmara la venta de sus<br />
terrenos. Él sabía cómo hacer para que doliera mucho y durara bastante.<br />
Él sabía. Y si no aflojaba pues que reventara. Total, a esas alturas<br />
de todas formas lo tiraría en la balsa mal hecha que sus muchachos<br />
terminaron hacía días: largas tablas entreabiertas, amarradas<br />
con mecatillos y unos clavos perdidos. <strong>En</strong> <strong>el</strong> pilote que mandó a<br />
asegurar en <strong>el</strong> centro, como un inútil mástil, lo trabaría, le pondría<br />
un sombrero y le pegaría un parche en <strong>el</strong> ojo. Con sus propias manos<br />
se encargaría de que fuera más que un adorno. <strong>En</strong> medio d<strong>el</strong> griterío<br />
de su gente lo echaría al mar y escupiría <strong>el</strong> pap<strong>el</strong> donde le traspasaba<br />
sus tierras. Ahora, no obstante, El Albino maja la saliva que<br />
acaba de lanzar en dirección de Sandoval antes de darse media vu<strong>el</strong>ta<br />
y esfumarse entre los recovecos de su ranchón.<br />
LXVII<br />
Al día siguiente, Sandoval, con su mano y media para trabajar, comenzó<br />
a golpear, desgajar, cortar, quitar y ordenar hasta que trenzó<br />
un puño de horas, siempre espiado por uno de los Gallos, quien, al<br />
final de la jornada, regresaba a contarle los avances d<strong>el</strong> otro al<br />
patrón. El Albino supo que d<strong>el</strong> viejo árbol de guanacaste no quedaba<br />
nada y que tan sólo tres piedras impedían llegar hasta la ensenada<br />
que formaba <strong>el</strong> río, no lejos d<strong>el</strong> recodo donde estaba la calle de su<br />
adversario. Fue cuando giró las órdenes que había estado quemándose<br />
por dar. Sería pasado <strong>el</strong> mediodía, calculó <strong>el</strong> patrón, quien conocía<br />
cómo trabajaba su enemigo. Haría demasiado calor. Tanto que<br />
la noche en que imaginaba aqu<strong>el</strong>lo necesitó de varios tragos ad<strong>el</strong>antados<br />
para bajarse <strong>el</strong> bochorno. La montaña quería alejarse d<strong>el</strong> sol,<br />
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