Libro_En_ el_Reinodela_Sal.pdf - Editores Alambique
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<strong>En</strong> la capital, la gem<strong>el</strong>a no supo lo que sucedió con su hermano, su<br />
madre, ni con la tía Uña, ni con <strong>el</strong> abogado. Apenas llegó y tenía<br />
trabajo. Primero en <strong>el</strong> cargo de ayudanta, poquito después en calidad<br />
de empleada, en una casa que consiguió “su muñecote”. “Una<br />
igualitita que la que pronto iban a tener, ¡Mi Porc<strong>el</strong>anita!”, aseguraba<br />
<strong>el</strong> vendedor. “Claro mi amor, sólo que para lograrlo vamos a tener<br />
que platear la escritura de las tierras de la playa que <strong>el</strong> abogadillo<br />
de mierda aquél le dio”, insistía alguna tarde perdida. Al visitarla<br />
en <strong>el</strong> trabajo, siempre por la entrada de atrás, para aprovechar y<br />
llevárs<strong>el</strong>a a un rinconcillo en donde correrle la falda y <strong>el</strong> calzón y<br />
echarle un polvo´e gallo de a parado. “Igual y hasta más linda que la<br />
de los patrones, y con agua caliente”. Decía sin haber terminado de<br />
regarse y se la estaba sacando, para que no los sorprendieran en medio<br />
de los “rapiditos”. La casa estaría pintada verde suave igual que<br />
la de los patrones, donde la gem<strong>el</strong>a tenía que quedarse a dormir de<br />
lunes a viernes y sábados hasta las seis de la tarde.<br />
Al vendedor aqu<strong>el</strong> horario le resultaba de maravillas en vista de<br />
que podía paladear a otra mujer que visitaba, y con la que tenía un<br />
hijo, igualito que él: con cara de idiota y dientes de conejo. La idea<br />
de aqu<strong>el</strong> labioso era persuadir a la muchacha para que aflojara la escritura<br />
que costó mucho hacer que la trajera con <strong>el</strong>la. Decía que él<br />
quería <strong>el</strong> escrito como “una prueba de amor.” Que si “era que no<br />
confiaba en él”. Que era “para que pudieran tener la casita de <strong>el</strong>los<br />
lo más rápido posible”, y un montón de babosadas más. Cada sábado<br />
a las ocho de la noche, al principio sonriente y bien vestido, <strong>el</strong><br />
vendedor iba a recogerla. La llevaba a comer a un restaurantillo chino<br />
en pleno centro de la capital antes de ir a un salón de baile con<br />
orquesta. <strong>En</strong> la madrugada terminaban en <strong>el</strong> cuarto que alquilaba en<br />
una pensión de mala muerte, donde planeaba las giras y llevaba a<br />
cuanta hembra se pusiera medio tonta y abriera las piernas.<br />
Al no aflojar la gem<strong>el</strong>a la escritura, <strong>el</strong> vendedor se ausentaba por<br />
varios días sólo para volver más perfumado, llevarla a bailar apretado,<br />
a comer más sofritos d<strong>el</strong> chino y luego a la habitación para<br />
cogérs<strong>el</strong>a de todas las formas habidas y por haber. Hasta asegurarse<br />
de dejarla atacada de lo satisfecha que quedaba, y poder hablarle finito<br />
de que si daba la escritura tendrían un mejor futuro. “Nuestro<br />
futuro, ¡Mi Porc<strong>el</strong>anita!”, remarcando un “nuestro”, que se lo merecían.<br />
Y volvía a meterle mano a la entrepierna. Ella se emperró en<br />
no aflojar si primero no se casaban. Y por la iglesia, conforme estaban<br />
enseñándole que tenían que ser las cosas en la casa donde trabajaba.<br />
Como último recurso, una noche <strong>el</strong> vendedor trabajó para estar<br />
particularmente cariñoso e irresistible, montándola hasta cinco ve-<br />
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