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Libro_En_ el_Reinodela_Sal.pdf - Editores Alambique

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hacerse cargo de la recién nacida. No tenía de dónde sacar las ganas,<br />

y eso que la mocosita cada día era más linda, y morenita, y sana, y<br />

grande. Por dicha para ambas, apenas unos vecinos supieron lo que<br />

pasaba vinieron a verla. No terminaron de preguntar, y La Negra<br />

abrió <strong>el</strong> pecho y no paró hasta que dejó ir lo que guardaba de dolor.<br />

Lo peor fue que no confiara en <strong>el</strong>la, que ocultara la verdad y sólo<br />

pensara en sí misma. Ni siquiera en la panza.<br />

O tal vez aqu<strong>el</strong> último acto de egoísmo, de venir a dejarle a la<br />

criaturita a <strong>el</strong>la, fue lo único que hizo por alguien en toda su existencia.<br />

A lo mejor no sabía hacer otra cosa. Y nunca, nunca pensar<br />

en <strong>el</strong>la, La Negra, como en quien necesitaba sentir que la querían. A<br />

no ser por ese abrazo... Pero ¡qué va!, ese apretujón era más al crujir<br />

de las gradas que hace <strong>el</strong> condenado al subir rumbo a la horca. Por<br />

si fuera poco, le jodía lo que nadie pudo rasguñar: las ganas de luchar.<br />

Y con esto, los deseos para encaminar a la criaturita. “Que para<br />

peores, era un ang<strong>el</strong>ito de Dios”. Por todo terminó de aceptar que<br />

los vecinos se dejaran la niña para criarla. No les sobraba la plata,<br />

pero comida y cariño no iban a faltar. A pesar de esto, y de que entendía<br />

que estaba con gente honrada y decente, a veces la mordía la<br />

vergüenza de que se quedó sin <strong>el</strong> impulso para hacerse cargo de la<br />

sietemesina que en buena ley, vendría a ser su bisnieta.<br />

“La pareja vecina no pudo tener hijos y, pese a que eran mayorcillos,<br />

lo cual era bueno al crecer la chiquita, tenían su casita y todos<br />

en <strong>el</strong> pueblo ponían las manos en <strong>el</strong> fuego por <strong>el</strong>los, acepté. Pero antes<br />

les hice jurar, con las manos sobre la Biblia, por los clavos con<br />

los que Nuestro Señor fue crucificado, y por la memoria de sus padres,<br />

que de ningún modo le dirían que era adoptada. Ellos se comprometieron,<br />

lo mismo que <strong>el</strong> puñadillo de vecinos que conocían la<br />

situación. Les dijeron que yo era la madrina de la güila. Así podía<br />

verla de vez en cuando mientras crecía. Luego vendí los chunches y<br />

me vine para acá. Me compré este terrenito a orillas de la playa y<br />

con mis propias manos hice este rancho. He estado esperando la<br />

hora de morirme sola, o por lo menos sin mis recuerdos. Ah... y dejé<br />

de fumar. Sin pensar si Dios tenía algo más para mí, me vine aquí.<br />

Qué me iba a imaginar que usted iba a presentarse. Y con Elenita.<br />

¡Las vu<strong>el</strong>tas de la vida, verdad Sandovalito!”<br />

XLIII<br />

“Extrañas en verdad. ¡Vaya si lo son!”, le habría dicho Sandoval si <strong>el</strong><br />

p<strong>el</strong>lejo me aguantara. “Ya puede morirse, Negra. Puede irse, ahora<br />

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