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Libro_En_ el_Reinodela_Sal.pdf - Editores Alambique

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animales, sorprendidos por la luz de los faroles d<strong>el</strong> jeep, lo mismo<br />

que la calle de entrada al hot<strong>el</strong>, empedrada de adoquines rojos, rodeada<br />

de arbustos recortados a la misma altura y distancia unos de<br />

otros. Ni se enteraron d<strong>el</strong> exceso de lámparas que pintaban de ámbar<br />

las paredes y fachada de la construcción. Dejó <strong>el</strong> carro debajo d<strong>el</strong><br />

gran árbol tupido d<strong>el</strong> estacionamiento, a unos minutos d<strong>el</strong> camino<br />

de la recepción. Elena, sin embargo, lo llevó por una vereda que rodeaba<br />

la entrada principal y que iba directo al sector de las habitaciones<br />

donde se hospedaba. La brisa marina se volvía fresca, por<br />

ráfagas. Mientras caminaban tambaleantes <strong>el</strong>la ni se dio cuenta de<br />

que lo abrazó por instinto. El se dejó envolver por inercia. Ella lo<br />

condujo hasta su habitación, en medio de risas sin control y eructos,<br />

por hasta entonces desconocidos pasadizos en tono blanco hueso,<br />

con <strong>el</strong> rodapié azul y una raya de amarillo que hacía de cornisa. Por<br />

ahí nadie los veía y oía.<br />

Aunque ya no les pegaba <strong>el</strong> viento en los pasillos, <strong>el</strong>la no se soltó<br />

ni él tampoco hizo cómo separarse. Frente a la gruesa y pesada<br />

puerta de una madera con una natural tonalidad azabache, <strong>el</strong>la sin<br />

pensarlo, lo volvió a ver y de puntillas entregó un d<strong>el</strong>icado beso que<br />

sin haberlo anunciado se hizo lento. Hasta que al final brotó la punta<br />

de la lengua. La de él se recogió. Si no hubieran tomado tanta cerveza<br />

no se habrían permitido ni abrazarse. Un calor, casi olvidado,<br />

subió por la espalda de él al intentar torpemente devolverle <strong>el</strong> beso.<br />

Sintió que no podía darse por menos. <strong>En</strong> su nudo de miedo y deseo<br />

este último vencía. Ella, que ya no le importaba ni se daba cuenta de<br />

nada le sacó la llave plástica de la bolsa de la camisa y abrió. El<br />

Sandoval que todos llevamos dentro, intentó un último pataleo que<br />

se ahogó en la creciente agrura que mañana lo iba a morder. Pensó<br />

en decirle que era un error, que él no tenía... Pero <strong>el</strong> suspiro d<strong>el</strong> vestido<br />

blanco cayendo sobre <strong>el</strong> piso cerámico de un impecable tono<br />

negro lo dejó sin resistencia, destruido. La mujer, pequeña y perfecta,<br />

era convertida en algo real por la rayita láctea que le surcaba las<br />

nalgas. Sandoval ya no dijo nada.<br />

A la mañana siguiente la mujer, al darse cuenta de lo que había<br />

pasado, se marchó en silencio dejándole una nota donde decía que<br />

lo vería a las once de la mañana con <strong>el</strong> desayuno. Ni siquiera recordó<br />

si habían usado condones. A Sandoval le pareció maravilloso<br />

que no mencionara lo que hicieron y no tener que asistir a la derrota<br />

d<strong>el</strong> tiempo: la molesta mentira de querer ver hermoso a alguien ojeroso,<br />

demacrado y con mal aliento, a quien si acaso uno reconocería<br />

si la humanidad hiciera desfilar todos sus muertos.<br />

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