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Libro_En_ el_Reinodela_Sal.pdf - Editores Alambique

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altad era la sobadera de horas que hacía <strong>el</strong> abogado, a la espera de<br />

que llegara <strong>el</strong> momento para poder vengarse. El político, ignorante<br />

d<strong>el</strong> encono que lo rodeaba, era f<strong>el</strong>iz creyéndose su poder al recibir la<br />

puntual bolsa con dinero, o la chiquilla, lo más tierna y virgen posible.<br />

Menos sospechaba lo que planeaba El Albino quien indudablemente<br />

lo <strong>el</strong>iminaría a su tiempo. No por odio, ni siquiera por negocios.<br />

Sino por lo de siempre, por <strong>el</strong> puro gusto. El jefe político atinaba<br />

a creer que existirían veces en que su socio robaba “alguillo de<br />

más”. Estaba equivocado: él sólo quería todo. Con sus sospechas, se<br />

cuidaba de disimular lo más posible. Juzgaba que El Albino no robaría<br />

tanto y, siendo derecho, se lo merecía: era <strong>el</strong> que infundía respeto.<br />

Sin él no hubiera podido conseguir las tierras.<br />

El jefe se encargaba de sobornar a la policía de la provincia. <strong>En</strong><br />

especial al cundir rumores de que estaban apareciendo muertos. O<br />

que sacaban demasiado guaro, y se les comenzaba a joder <strong>el</strong> negocio<br />

a <strong>el</strong>los. Aún con todo, <strong>el</strong> político sabía y aceptaba que la parte<br />

brava la hacía El Albino. Nadie se igualaba con aqu<strong>el</strong> carajo para<br />

hacer buen guaro y traerle chiquillas. Por algo nombró “Calle El<br />

Albino” a la primera que hubo y que daba hacia <strong>el</strong> puente. Otros,<br />

mucho después, terminarían por quitar toda placa y referencia anterior<br />

para poner su nombre en grandes y brillantes letras de hierro:<br />

“Calle Losarias”. Por si fuera necesario también estaba <strong>el</strong> cura. Que<br />

justificaba lo demás para poder justificarse él, al estar cayendo ante<br />

su propia debilidad por los muchachitos. ¡Y es que cómo le gustaba<br />

al curita caer ante los llamaditos de su carne! Tanto, que si no lo<br />

llamaban, él salía a buscarlos.<br />

Después d<strong>el</strong> estallido de las bombetas, Sandoval vio cómo su mujer<br />

cogía hacia la parte de atrás de la cocina, arrastrando las piernas, la<br />

pesadumbre y los críos. Igual que en la c<strong>el</strong>ebración de los dos años<br />

anteriores. Sus propios hijos, él de quince, <strong>el</strong>la de catorce, y los bastardos,<br />

los gem<strong>el</strong>illos: hijos de fermento envenenada, a los que El<br />

Albino no llegó a reconocer ni por joder. Allí estarían hasta que<br />

acabara la jornada. Él sabía que su enemigo no la tocaría más. La<br />

vez que lo hizo fue para humillarlo. Quería verlo arrastrarse pero no<br />

le daría gusto. No podría vencerlo. De alguna manera la venganza<br />

llegaría. El Albino no volvió a hablarle a la mujer de Sandoval, mucho<br />

menos ni intentar acercárs<strong>el</strong>e, a pesar de tener sus planes con<br />

aqu<strong>el</strong>la familia. Nada le daba mayor satisfacción que los tres años<br />

de humillación de su enemigo. Siempre decía:<br />

—¡Qué hijueputa y qué güevos, tan grandes como los cachos!<br />

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