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Libro_En_ el_Reinodela_Sal.pdf - Editores Alambique

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golpe de sangre lo cimbra desde <strong>el</strong> pantalón haciendo que su miembro<br />

se dispare: la mujer de Sandoval no lleva calzones. “Miserable”,<br />

rumia y de inmediato, para disimular, lanza una carcajada a la que<br />

cada uno responde, aún las mujeres, agazapadas, seguida por una<br />

señal para que la lleven hacia la cocina. Allí la recibirá la esposa de<br />

El Albino para lavarla.<br />

“Hijueputas”, traga <strong>el</strong>la al recordar las palabras de Sandoval: “Es<br />

mejor no ir. El Albino es un muerde quedito y lo que quiere es<br />

adueñarse de todo. Acuérdese que está confabulado con <strong>el</strong> jefe político<br />

y con <strong>el</strong> cura. Si usté va entonces yo voy a tener que ir para que<br />

después no digan que Sandoval deja sola a su hembra.”<br />

Eso fue lo que la decidió a venir, no la excusa de que se comprometió<br />

a cocinar y se sabía que pocas preparaban los chicharrones<br />

ni palmeaban tortillas como <strong>el</strong>la. Quería que vieran y dijeran<br />

que era la hembra de Sandoval. Si bien no le importaba a él. Acaso<br />

en <strong>el</strong> fondo ni a <strong>el</strong>la.<br />

—Tal vez era mejor no venir —masculla, mientras sacude las<br />

manos y paladea <strong>el</strong> agrio sabor de la tierra. La esposa de El Albino,<br />

de cuclillas, le echa agua con un guacal. A los hijos los dejaron con<br />

<strong>el</strong> resto de la güilada, cerca de la entrada principal.<br />

—Ya está —dice la patrona escurriéndose los dedos.<br />

La pequeña mujer, si acaso un par de años más que <strong>el</strong>la, tiene<br />

una cintura demasiado gruesa para quien no ha parido, grandes tetas,<br />

p<strong>el</strong>o largo enmarañado de gris y negro azabache, pi<strong>el</strong> de chocolate<br />

y sonrisa amplia. Es “la patrona” la que limpia las rodillas,<br />

los muslos, la d<strong>el</strong>icada base de las nalgas. Si no la paran le andará<br />

por <strong>el</strong> cuerpo. Pero justo cuando ambas podrían caer en la cuenta<br />

de lo que les ocurre, en un arranque, la esposa de El Albino se<br />

hunde en <strong>el</strong> ranchón. Al ratito sale con un parpadeo de peine que<br />

alguna vez fue de carey.<br />

—Hoy nadie puede dejar de estar bien galano —indica la dueña,<br />

al acercarse para alisarle las enredadas hebras.<br />

La accidentada se deja hacer mientras recuerda la frase que Sandoval<br />

le dice cada muerte de obispo al buscar aparentar un último<br />

cariño, como si alguna vez hubiera existido: “Estás floreando”. Solamente<br />

atina a alisarse y alisarse <strong>el</strong> vestido, que está lo más desarrugado<br />

posible. La esposa de El Albino trata de sostenerle las manos,<br />

que se abalanzan contra la t<strong>el</strong>a sin hacerle caso. No tiene otro<br />

remedio que tomarla de la sien, pasarle agua fría con los dedos y<br />

hablarle fuerte, mientras la ve a los ojos. La otra se queda quieta,<br />

sostenida d<strong>el</strong> aire, permitiendo ser peinada, con una suavidad des-<br />

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