Libro_En_ el_Reinodela_Sal.pdf - Editores Alambique
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ción se habría canc<strong>el</strong>ado. “Es que con anestesia total no podemos<br />
permitir que <strong>el</strong> pacientito beba ni un traguito, no ve que luego se le<br />
va para los pulmones y se nos muere ahogadito. No señor”, dice la<br />
asistenta, mientras me pasa la ropa esterilizada para que me cambie.<br />
“Ya casi vienen por usted”. Falta mucho, digo. Así es acá, me contesta<br />
y se da vu<strong>el</strong>ta. Con la camisa no tengo problemas, pese a que<br />
un par de veces <strong>el</strong> movimiento de la manguerita de la sonda me<br />
hace sentir que me quiere succionar los testículos para sacárm<strong>el</strong>os<br />
por <strong>el</strong> caño de la orina. Sudo, me siento. No tengo prisa. Con <strong>el</strong> pantalón<br />
es jodido. Se me cae y tienen que traerme otro esterilizado.<br />
“Son las reglas”, me advierte, molesta, la asistenta. Se ve que no<br />
aguanta que uno se equivoque con la ropa. Ni modo, nunca he practicado<br />
moverme con una aguja que roe con rencor y busca ensartarse<br />
por entre <strong>el</strong> huequito de la verga, que comienza a hincharse y no<br />
de placer precisamente.<br />
Al final de la siguiente oportunidad, no sé cómo, lo logro. Estoy<br />
listo. Como me sobra tiempo, me pongo a recordar al señor que se<br />
murió ayer: “Cáncer en <strong>el</strong> estómago. Nada que hacer”. “Era un arbolito<br />
de navidad... Iluminado de cáncer por todas partes”. “Le dimos<br />
toda la morfina que quiso. Por lo menos no sintió dolor...” Ni ninguna<br />
cosa, y menos la presencia de los hijos, me digo. “Ya lo sabían.<br />
Era cuestión de esperar. ¡Pobres... he aquí los caminos d<strong>el</strong> Señor...!”<br />
Era un señor, digo, <strong>el</strong> muerto, de no menos de cincuenta años.<br />
Grande, de ojos color mi<strong>el</strong> de abeja, de la clara. De la que endulza y<br />
colorea <strong>el</strong> sol d<strong>el</strong> atardecer. La cara muy lozana para su edad. Con<br />
pocas arrugas y un gran bigote que le daba un aire de abu<strong>el</strong>o d<strong>el</strong><br />
mundo. La familia me cayó bien. Gente humilde, campesinos. El<br />
señor estaba entero. “Cachetón y colorado”, habría dicho la cocinera<br />
en la casa donde me crié. Sentí raro verlo morir. Una especie de<br />
culpa virgen por poder yo seguir viviendo, y esto sí es decir mucho.<br />
Tal vez fue lo más cercano a ver morirse a alguien de la familia,<br />
aunque fuera de otros. Lo peor vino con <strong>el</strong> cambio de guardia: nuevos<br />
enfermeros, jefes, asistentes. Uno de estos, de un metro sesenta<br />
y tantos, forzudo hasta casi romper la a propósito tallada camiseta<br />
blanca contra la que se bamboleaban seis gruesas cadenas de oro,<br />
que tintineaban contra la medianoche. Únicamente le gustaba ese<br />
horario. Cambiaba con cualquiera, me enteré una vez. De día iba al<br />
gimnasio. <strong>En</strong> los libres a salas de masajes. No fumaba ni bebía alcohol<br />
ni café: sólo té de manzanilla. Y como <strong>el</strong> muerto pasó al final<br />
d<strong>el</strong> turno anterior, <strong>el</strong> recién llegado asistente amenazó con que era<br />
“de él”. Yo no entendí. Lo vi salir igual que quien se arrima a un<br />
ventanal a ver cachorros y pajarillos enjaulados.<br />
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