Libro_En_ el_Reinodela_Sal.pdf - Editores Alambique
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XII<br />
La mujer es pequeña, de las blancas que más parecen coloradas. Las<br />
venas azules cunden por todas partes. Más seca que flaca, de p<strong>el</strong>o<br />
negro y enredado, “arrepentido” le dicen a aqu<strong>el</strong> mechero. Descalza<br />
pero de pies que se han empeñado en ser más finos de la cuenta. De<br />
caminar lento, como para no ser notada, ensartada en un vestido que<br />
hace mucho fue de florcillas moradas sobre un fondo blanco. Se<br />
dejó llegar con sus hijos. El varoncillo, d<strong>el</strong>atoramente moreno, un<br />
agazapado de entre diez y doce años, flaco y tan callado que le decían<br />
Pedrada. Nunca deja de mirar como si pudiera escurrirle cada<br />
gota de secreto a lo que surgiera. La hembrilla es un cuerazo de<br />
hambre, un tizón esmirriado, si acaso un año menor. La misma cara<br />
d<strong>el</strong> tata. Las ropas están viejas y remendadas, limpias y sin arrugas.<br />
—Sandoval —y un “mi marido” se arrepiente en <strong>el</strong> buche de la<br />
recién llegada — vendrá más lueguito.<br />
La mujer gorjea con los ojos fijos en <strong>el</strong> su<strong>el</strong>o, frente al tronco<br />
donde El Albino supervisa y recibe a quienes llegan. El dueño d<strong>el</strong><br />
ranchón, y de cada vez más por los alrededores, como un cuervo<br />
blanco, los ve entrar con <strong>el</strong> rabillo d<strong>el</strong> ojo. Al que menos le gustó<br />
desde que llegó a aqu<strong>el</strong>las tierras fue a “El Gran Sandoval”. “El Marino<br />
Sandoval”. “El que sabe leer”. “El de los ojos azules”. “El que<br />
habla inglés”. Unos añillos mayor que él. Está seguro, aunque nunca<br />
lo dirá, que era <strong>el</strong> único como él. Pero a partir de hoy las vainas iban<br />
a cambiar por completo.<br />
—A cada chancho le llega su hora —escupe para engullir un<br />
gran trago de guaro fresco. Tanto le gusta que deja la garrafa probada<br />
sólo para él.<br />
La recién llegada se estaciona más ad<strong>el</strong>ante que sus crías, quienes<br />
se quedan idas al mirar <strong>el</strong> ranchón, que les saca las babas con su<br />
blancura. Hasta ese momento descubren que las paredes pueden<br />
pintarse. El Albino le señala a la mujer de Sandoval la parte de<br />
atrás, donde hacen tortillas. Ella agacha la cabeza y pasa con las<br />
manos escondidas entre <strong>el</strong> vestido. Tan nerviosa va, mirando de reojo<br />
hacia donde está, que no se fija en una raíz salida con la que tropieza<br />
para caer en un escándalo de bruces.<br />
Un soplido de polvo antecede la imagen de una mujer escurrida<br />
y descuidada, pero de carnes firmes, que se pone colorada de la vergüenza<br />
de haber quedado con <strong>el</strong> culo al aire, las piernas abiertas y la<br />
cara llena de tierra roja. Al menos no se raspó. Los demás vu<strong>el</strong>ven a<br />
ver a El Albino antes de reír o no, mientras los hijos le ayudan a levantarse.<br />
Éste la avista como quien no quiere la cosa, hasta que un<br />
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