Libro_En_ el_Reinodela_Sal.pdf - Editores Alambique
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lecciones, fueron muchas las ocasiones en que la muchachita, con<br />
una falda de uniforme muy corta, la única, en principio, a la que se<br />
lo permitían, pasaba a la dirección donde, a puerta cerrada, era corregida<br />
por <strong>el</strong> director. <strong>En</strong> los primeros días d<strong>el</strong> último año fue al<br />
aula sólo para tantear a los nuevos, aunque siempre salía de la casa<br />
de La Negra con <strong>el</strong> uniforme, pasado <strong>el</strong> almuerzo. Decía que las<br />
clases eran en la tarde y en la noche. No tardó en reclutar a dos<br />
compañeras para <strong>el</strong> director. Venían de otro colegio directo al<br />
último año. Con esto ya no tenía que estar siempre en su oficina y<br />
podía explorar con tranquilidad <strong>el</strong> resto d<strong>el</strong> pueblo que había crecido<br />
a medio puerto, excepto cuando <strong>el</strong> director la llamaba dizque<br />
al recibir quejas de alguna de las otras dos estudiantes, o de ambas.<br />
Los cuatro terminaban en un desorden de cuerpos que no hacían<br />
sino aumentarle <strong>el</strong> poder a <strong>el</strong>la. Tanto que pronto trasladaron a las<br />
nuevas al uso de los d<strong>el</strong> club, cuyos socios aullaban toda vez que<br />
las chicas, y a veces la muchachita, hacían <strong>el</strong> amor entre <strong>el</strong>las. A<br />
medio curso cada miembro d<strong>el</strong> club, sin excepción, llegó a buscar<br />
prestado en distintos negocios d<strong>el</strong> pueblo. Como la conserje resultó<br />
la más endeudada, al final tuvo que huir, sin que se supiera<br />
más de <strong>el</strong>la. La vida dio tantas vu<strong>el</strong>tas que cada vez más, para las<br />
fiestas que se hacían, la propia muchachita les prestaba plata a los<br />
d<strong>el</strong> club, por supuesto con altos intereses<br />
<strong>En</strong> <strong>el</strong> último año, la chica conoció al dueño d<strong>el</strong> bar roquero d<strong>el</strong><br />
pueblo, un gringo de origen latino como de cincuenta años que la<br />
metió en <strong>el</strong> mundo de la marihuana y la cocaína. La hacía sentir<br />
que <strong>el</strong>la era una artista. Lo traía en la sangre. Para <strong>el</strong> gringo fue<br />
fácil convencerla de que debía de probar como mod<strong>el</strong>o. Se la presentó<br />
a un comerciante de la capital que llegaba cada mes, y que<br />
hacía calendarios para adultos y cine artístico. El inconveniente de<br />
no ser mayor de edad se resolvió con un puñado de billetes. Faltando<br />
sus meses para que, según las cuentas de La Negra, la muchachita<br />
cumpliera los dieciocho años, ésta llegó una tarde con su<br />
recién obtenida cédula de identidad.<br />
“Ahí me lo sentenció: ‘Mire Negra, ya tengo cédula y ahora<br />
puedo hacer lo que quiera’. Dijo que tenía la oportunidad de trabajar<br />
en lo que siempre quiso: ser mod<strong>el</strong>o. Yo pregunté y <strong>el</strong>la me<br />
contestó que qué era eso. No entendí mucho. Me quedé callada<br />
una vez que dijo que se iba. Ni gracias, ni mucho menos un abrazo.<br />
Después supe que estaba en los tales Estados Unidos, y que<br />
según <strong>el</strong>la era actriz. No quise averiguar más. Yo sentía una bola<br />
en <strong>el</strong> pecho y en los pulmones. Y justo en la época en que <strong>el</strong> tiempo<br />
me iba curando <strong>el</strong> olvido, habían pasado casi cinco años, un día<br />
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