El Cielo y el Infierno
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<strong>El</strong> <strong>Ci<strong>el</strong>o</strong> y <strong>el</strong> <strong>Infierno</strong> o la Justicia Divina según <strong>el</strong> Espiritismo - Allan Kardec<br />
CAPÍTULO VIII<br />
Expiaciones terrestres<br />
Marc<strong>el</strong>o, <strong>el</strong> niño d<strong>el</strong> número 4<br />
En un hospicio de provincia había un niño de unos ocho a diez años en un estado difícil de<br />
describir. No estaba allí designado sino bajo <strong>el</strong> número 4. Enteramente contrahecho, ya fuese por<br />
deformidad natural, ya a consecuencia de la enfermedad, sus pierna retorcidas tocaban a su cu<strong>el</strong>lo.<br />
Era tan flaco, que 1os huesos le agujereaban la pi<strong>el</strong>. Su cuerpo no era más que una llaga y sus<br />
sufrimientos atroces. Pertenecía a una pobre familia isra<strong>el</strong>ita, y esta triste posición duraba hacía<br />
cuatro años. Su int<strong>el</strong>igencia era notable para su edad, y su dulzura, su paciencia y su resignación<br />
eran edificantes.<br />
<strong>El</strong> médico que le visitaba, movido a compasión por este pobre ser en cierto modo<br />
abandonado, porque no parecía que sus padres fuesen a verle muchas veces, tomó interés por él y se<br />
complacía en hablarle, encantado de su razón precoz. No solamente le trataba con bondad, sino que,<br />
cuando sus ocupaciones se lo permitían, iba a darle lecciones y se sorprendía de la rectitud de su<br />
juicio sobre cuestiones que parecían superiores a su edad.<br />
Un día le dijo <strong>el</strong> niño:<br />
-Doctor, tened, pues, la bondad de darme píldoras como las últimas que me habéis ordenado.<br />
-¿Y por qué, hijo mío? -contestó <strong>el</strong> médico-, te he dado las suficientes y temo que mayor<br />
cantidad te haga daño.<br />
-Es que -replicó <strong>el</strong> niño-. sufro de tal modo, que por esfuerzos que hago para no gritar<br />
rogando a Dios me dé la fuerza para no quejarme a fin de no molestar a los otros enfermos que<br />
están a mi lado, tengo mucho trabajo en conseguirlo. Las píldoras me duermen, y entre tanto, no<br />
incomodo a nadie.<br />
Estas palabras bastan para demostrar la <strong>el</strong>evación d<strong>el</strong> alma que encerraba aqu<strong>el</strong> cuerpo<br />
deforme. ¿Dónde había adquirido este niño semejantes sentimientos? No podía ser en <strong>el</strong> centro en<br />
que había sido educado, y por otra parte, en la edad en que empezó a sufrir, no podía todavía<br />
comprender ningún razonamiento. Eran innatos en él, pero entonces, con tan nobles instintos, ¿por<br />
qué Dios le condenaba a una vida tan miserable y tan dolorosa, admitiendo que hubiera sido creada<br />
esta alma al mismo tiempo que este cuerpo, instrumento de tan cru<strong>el</strong>es sufrimientos? ¡Oh, es<br />
preciso negar la bondad de Dios, o admitir una causa anterior, esto es, la preexistencia d<strong>el</strong> alma y la<br />
pluralidad de existencias!<br />
<strong>El</strong> niño murió, y sus últimos pensamientos fueron para Dios y para <strong>el</strong> médico caritativo que<br />
había tenido piedad de él.<br />
Después de algún tiempo fue evocado en la Sociedad de París en 1863, donde dio la<br />
comunicación siguiente:<br />
“Me habéis llamado y he venido para que mi voz se oiga más allá de este recinto<br />
impresionando a todos los corazones, que <strong>el</strong> eco que hará vibrar se oiga hasta en la soledad.<br />
“Les recordará que la agonía de la Tierra prepara las alegrías d<strong>el</strong> ci<strong>el</strong>o, y que <strong>el</strong> sufrimiento<br />
no es más que la corteza amarga de un fruto d<strong>el</strong>eitable que da cl valor y la resignación. Les dirá que<br />
sobre <strong>el</strong> pobre lecho donde yace la miseria están los enviados de Dios, cuya misión es enseñar a la<br />
Humanidad que no hay dolor que no se pueda sufrir con ayuda d<strong>el</strong> Todopoderoso y de los buenos<br />
espíritus. Les dirá también que escuchen los lamentos mezclándose a las plegarias, y que<br />
comprendan de éstas la piadosa armonía, tan diferente de los acentos culpables d<strong>el</strong> lamento<br />
mezclado con la blasfemia.<br />
“Uno de vuestros buenos espíritus, gran apóstol d<strong>el</strong> Espiritismo, ha tenido a bien dejarme<br />
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