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El Cielo y el Infierno

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<strong>El</strong> <strong>Ci<strong>el</strong>o</strong> y <strong>el</strong> <strong>Infierno</strong> o la Justicia Divina según <strong>el</strong> Espiritismo - Allan Kardec<br />

castigada, y cada día se inventaban nuevos placeres para hacerme más d<strong>el</strong>iciosa la vida. Aún era<br />

joven y robusto. ¡Ah, cuántas prosperidades me quedaban aún por gozar en <strong>el</strong> trono! Pero una mujer<br />

a quien amaba y que no me amó, me hizo comprender perfectamente que no era un dios. Me<br />

envenenó y en la actualidad nada soy. Mis cenizas fueron ayer depositadas con pompa en una urna<br />

de oro. No faltó quien llorara y se arrancara los cab<strong>el</strong>los. No faltó quien aparentara quererse arrojar<br />

a las llamas de mi hoguera para morir conmigo, ni falta quien vaya a llorar al pie de la soberbia<br />

tumba donde se colocaron mis cenizas. Pero nadie me echa de menos. Mi memoria es horrible<br />

incluso para los de mi familia, y aquí me hacen ya experimentar horrorosos sufrimientos.<br />

“T<strong>el</strong>émaco, conmovido por este espectáculo, le dijo:<br />

“¿Fuisteis verdaderamente f<strong>el</strong>iz durante vuestro reinado? ¿Sentisteis esa dulce paz sin la<br />

cual <strong>el</strong> corazón se halla siempre oprimido y triste en medio de las d<strong>el</strong>icias?<br />

“-No -contestó <strong>el</strong> babilonio-. Hasta ignoro lo que queréis decir. Los sabios ponderan esa paz<br />

como <strong>el</strong> único bien. En cuanto a mí, jamás la conocí. Mi corazón estaba sin cesar agitado por<br />

nuevos deseos, temores y esperanzas. Procuraba embriagarme con <strong>el</strong> desbordamiento de mis<br />

pasiones, y tenía un empeño especial en mantener esa embriaguez a fin de que fuese continua,<br />

puesto que <strong>el</strong> menor intervalo mi razón serena me hubiera sido harto amargo. Esta es la paz que he<br />

gozado. Otra cualquiera que no sea ésta me parece una fábula y un sueño. Estos son los únicos<br />

bienes que echo de menos.<br />

“Durante la narración de su vida, <strong>el</strong> babilonio lloraba como un hombre débil, enervado por<br />

las prosperidades y que no está acostumbrado a soportar con firmeza una desgracia. Tenía junto a él<br />

algunos esclavos a quienes habían hecho morir para honrar sus funerales. Mercurio los había<br />

entregado a Caronte junto con su rey, dándoles un poder absoluto sobre él, a quien habían servido<br />

en la Tierra. Las sombras de los esclavos ya no temían a la de Nabofarzán. Antes bien, la tenían<br />

encadenada y la atormentaban cru<strong>el</strong>mente. Uno le decía:<br />

“-¿Acaso no éramos hombres como tú? ¿Cómo puedes ser tan necio de creerte un dios sin<br />

acordarte que eres de la raza humana como los demás hombres?<br />

“<strong>El</strong> otro le decía para insultarle:<br />

“-Tenías razón en no querer que te creyesen un hombre, porque eres un monstruo sin<br />

humanidad.<br />

“Un tercero añadía:<br />

“-Vamos, ¿qué se ha hecho de tus aduladores? ¡Desgraciado, nada tienes ya que dar!<br />

¡Ningún mal puedes hacer! Eres aquí esclavo de tus mismos esclavos. Los dioses son lentos en<br />

hacer justicia, pero al final, la hacen.<br />

“Al oír palabras tan duras, Nabofarzán se revolcaba por <strong>el</strong> su<strong>el</strong>o arrancándose los cab<strong>el</strong>los<br />

en un acceso de rabio y de desesperación. Y Caronte decía a los esclavos:<br />

“-Tiradle de la cadena. Levantadle a pesar suyo para que ni incluso tenga <strong>el</strong> consu<strong>el</strong>o de<br />

ocultar su vergüenza. Es necesario que todas las sombras que gimen en la Estigia la presencien,<br />

para justificar así a los dioses que tan largo tiempo consistieron en que ese impío reinase en la<br />

Tierra.<br />

“T<strong>el</strong>émaco vio luego, muy de cerca de él, <strong>el</strong> negro Tártaro, d<strong>el</strong> que se desprendía un humo<br />

negro y espeso, cuyo hedor pestilencial produciría la muerte, si se esparciera por la morada de los<br />

vivos. Ese humo cubría un río de fuego y torb<strong>el</strong>linos de llamas, cuyo ruido, semejante al de los<br />

torrentes más impetuosos cuando se precipitan desde las <strong>el</strong>evadas rocas hasta los hondos valles,<br />

impedía que pudiese oírse nada distintamente en aqu<strong>el</strong>los tristes sitios.<br />

“T<strong>el</strong>émaco, secretamente armado por Minerva, penetró sin temor en <strong>el</strong> abismo. Enseguida<br />

vio muchos hombres que habían vivido en las posiciones sociales más bajas, y que eran castigados<br />

por haberse procurado riquezas con fraudes, traiciones y cru<strong>el</strong>dades. Notó allí a muchos impíos<br />

hipócritas, que, aparentando amar la r<strong>el</strong>igión, se sirvieron de <strong>el</strong>la como de un buen pretexto para<br />

satisfacer su ambición y burlarse de los hombres crédulos. Hombres que así habían abusado de la<br />

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