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EL ARTE DE HABLAR Y DE CALLAR. Por una nueva cultura del lenguaje - Anselm Grun

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Esta parece una solución externa. Pero, al trabajar mi lenguaje, se va transformando

también mi espíritu. El lenguaje actúa sobre mí. Las palabras negativas, las

negatividades continuas, las palabras cargadas de miedo, las palabras que en todo ven

desgracias, tiran de mi espíritu hacia abajo. Al usar otro lenguaje, también mi alma

puede transformarse. A menudo, este es un proceso lento. El primer paso es empezar por

darme cuenta de cómo hablo y de lo que digo. Luego puedo reflexionar sobre si evito

conscientemente algunas palabras y las sustituyo por otras. Con el tiempo se producirá

en mí un cambio interior. Las nuevas palabras ejercen un efecto sanante sobre mí.

La fuerza transformadora de las palabras la experimentamos en el sacramento. En él

la palabra tiene una fuerza transformante. En la eucaristía, el sacerdote extiende sus

manos sobre las ofrendas de pan y vino y ora: «Envía tu santo Espíritu sobre estos dones

y santifícalos para que sean para nosotros Cuerpo y Sangre de tu Hijo, nuestro Señor

Jesucristo». Y al decir estas palabras, el pan y el vino se convierten en el cuerpo y la

sangre de Jesucristo.

Cuando el sacerdote dice en la confesión «Yo te absuelvo de tus pecados», en ese

momento tiene lugar el perdón. Lo visible se convierte en signo de lo invisible. La

palabra realiza lo que expresa. Cambia mi situación, lo mismo da que sea en el bautismo,

en la confirmación o en la unción de los enfermos.

La fuerza transformadora de las palabras sacramentales cumple lo que la gente

esperaba en tiempos primitivos de las palabras mágicas. Los sacramentos no son ninguna

magia. Pero podemos confiar en que sus palabras no se quedan en simples palabras

piadosas, sino que realizan lo que dicen porque están dichas con el pleno poder de

Jesucristo.

Pero las palabras que se pronuncian en los sacramentos no pretenden transformar

solo el pan y el vino, sino mi vida entera. La eficacia de las palabras sacramentales debe

manifestarse en el día a día. «Tus pecados te son perdonados»: tengo que recordármelo

en la vida ordinaria cuando interiormente me culpo a mí mismo. Esas palabras, entonces,

me liberan del mecanismo de autorreproche y me capacitan para perdonarme a mí

mismo.

Y cuando estoy en el trajín de la vida diaria, la palabra transformadora de la

eucaristía puede recordarme que, en medio del caos de lo cotidiano, Cristo mismo está

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