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Esta parece una solución externa. Pero, al trabajar mi lenguaje, se va transformando
también mi espíritu. El lenguaje actúa sobre mí. Las palabras negativas, las
negatividades continuas, las palabras cargadas de miedo, las palabras que en todo ven
desgracias, tiran de mi espíritu hacia abajo. Al usar otro lenguaje, también mi alma
puede transformarse. A menudo, este es un proceso lento. El primer paso es empezar por
darme cuenta de cómo hablo y de lo que digo. Luego puedo reflexionar sobre si evito
conscientemente algunas palabras y las sustituyo por otras. Con el tiempo se producirá
en mí un cambio interior. Las nuevas palabras ejercen un efecto sanante sobre mí.
La fuerza transformadora de las palabras la experimentamos en el sacramento. En él
la palabra tiene una fuerza transformante. En la eucaristía, el sacerdote extiende sus
manos sobre las ofrendas de pan y vino y ora: «Envía tu santo Espíritu sobre estos dones
y santifícalos para que sean para nosotros Cuerpo y Sangre de tu Hijo, nuestro Señor
Jesucristo». Y al decir estas palabras, el pan y el vino se convierten en el cuerpo y la
sangre de Jesucristo.
Cuando el sacerdote dice en la confesión «Yo te absuelvo de tus pecados», en ese
momento tiene lugar el perdón. Lo visible se convierte en signo de lo invisible. La
palabra realiza lo que expresa. Cambia mi situación, lo mismo da que sea en el bautismo,
en la confirmación o en la unción de los enfermos.
La fuerza transformadora de las palabras sacramentales cumple lo que la gente
esperaba en tiempos primitivos de las palabras mágicas. Los sacramentos no son ninguna
magia. Pero podemos confiar en que sus palabras no se quedan en simples palabras
piadosas, sino que realizan lo que dicen porque están dichas con el pleno poder de
Jesucristo.
Pero las palabras que se pronuncian en los sacramentos no pretenden transformar
solo el pan y el vino, sino mi vida entera. La eficacia de las palabras sacramentales debe
manifestarse en el día a día. «Tus pecados te son perdonados»: tengo que recordármelo
en la vida ordinaria cuando interiormente me culpo a mí mismo. Esas palabras, entonces,
me liberan del mecanismo de autorreproche y me capacitan para perdonarme a mí
mismo.
Y cuando estoy en el trajín de la vida diaria, la palabra transformadora de la
eucaristía puede recordarme que, en medio del caos de lo cotidiano, Cristo mismo está
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