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ata a su palabra. Ya no puede revocarla. De lo contrario, cometería perjurio.
Lanzar un conjuro era antiguamente un modo de conseguir poder sobre algo. Se
creía que los conjuros realizan lo que dicen. Aquí se habla de magia: las palabras tienen
un efecto mágico. Crean lo que expresan. De ahí que con frecuencia las personas sientan
miedo ante tales palabras.
El evangelista Marcos nos cuenta que, en la primera intervención de Jesús en
Cafarnaún, estaba sentado un hombre al que poseía un espíritu inmundo. Ese espíritu
inmundo quiere conseguir poder también sobre Jesús, al llamarle por su nombre: «Sé
quién eres tú: el Santo de Dios» (Mc 1,24). El poder mediante el nombre nos es bien
conocido de los cuentos o sagas, por ejemplo el de El enano saltarín [en alemán,
Rumpelstilzchen]. Jesús predica con plena autoridad. El espíritu inmundo no tiene poder
alguno sobre el hombre. Y Jesús le manda: «¡Calla y sal de él!» (Mc 1,25). Con su
palabra desarma Jesús la palabra mágica del demonio.
Si volvemos a nuestro tiempo, percibimos el poder del lenguaje en otros ámbitos.
Los políticos y periodistas pueden ejercer poder mediante el lenguaje. Deciden la
regulación del lenguaje sobre determinados temas. Cuando se impone tal regulación del
lenguaje, apenas si es posible usar otros argumentos y hablar de manera diferente sobre
los datos objetivos. Con frecuencia, este modo de hablar tiene un efecto demagógico.
Cuando Paul Kirchhoff fue candidato por la CDU y presentó en el año 2001 con un
grupo de trabajo un nuevo sistema fiscal, Gerhardt Schröder se lo liquidó de un plumazo
con su declaración pública «¡Ahí tienen a ese profesor de Heidelberg!». Esto fue tan
despectivo que Kirchhoff, a pesar de sus inteligentes propuestas, ya no tuvo ninguna
posibilidad. En acontecimientos como este se nota cómo las palabras demagógicas
pueden desacreditar y burlar todos los argumentos.
Las palabras que ridiculizan tienen un poder contra el que apenas pueden protegerse
aquellos a los que se deja en ridículo. Pero tales palabras dominan el clima. Y de tales
palabras depende quién llega finalmente al Gobierno del estado. Muchas veces son los
tópicos los que impiden un pensamiento objetivo.
En el debate sobre una educación infantil adecuada, los psicólogos que resaltan la
presencia materna en los primeros años del niño no tienen ninguna posibilidad de
hacerse oír. Enseguida se les ridiculiza con los tres tópicos: «niños, cocina, iglesia» [1] , y
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