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EL ARTE DE HABLAR Y DE CALLAR. Por una nueva cultura del lenguaje - Anselm Grun

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En nuestra comunidad de Münsterschwarzach, tras un esfuerzo de años, hemos

aprendido, bajo el abad Fidelis Ruppert, a dialogar unos con otros. Todavía hoy no

siempre se logra. Pero somos conscientes de que el lenguaje de una comunidad es

decisivo bien para crear un hogar en el que también la gente joven quiera entrar, bien

para tener una casa fría, discutidora, con el anatema a la orden del día.

Políticos y periodistas marcan con su lenguaje el clima de una comunidad. Con un

lenguaje de condena levantan fronteras entre las personas y provocan rechazo respecto

de los extraños. Los políticos que con su lenguaje solo aspiran a superar a los otros,

prostituyen la esencia del lenguaje. Expresan su propia infalibilidad y su afán de

prestigio, pero no la realidad misma.

Los políticos deberían manejar con esmero su lenguaje, a fin de expresar las cosas y

los contenidos de las cosas como corresponde a su naturaleza. Y al mismo tiempo, su

lenguaje debería ser un lenguaje de esperanza, de que es posible dominar las

circunstancias difíciles.

El lenguaje delata a los políticos. Por eso, los responsables de estrategia de los

partidos deberían preocuparse de formar a los políticos de su partido en un lenguaje de

reconciliación, de aliento, lleno de esperanza y de fe. Muchos políticos cristianos no han

caído en absoluto en la cuenta de cuán anticristiano ha llegado a ser su lenguaje.

Ciertamente se han posicionado a favor de los valores cristianos, pero su lenguaje no es

lenguaje de fe sino de increencia, de condena y de acusación.

La sensibilidad de Paul Celan respecto de un lenguaje que no alardea de saberlo

todo pero que intenta sacar a la luz lo que en sí es invisible, es también un reto para la

Iglesia. La Iglesia es, por supuesto, el lugar de la fe. Pero cuando escucho muchos

sermones o cuando intento dejarme afectar por muchas declaraciones pastorales, también

en ellos descubro falta de fe. Es verdad que se dicen palabras piadosas. Pero la fe o la

esperanza o el amor no se manifiestan en ese lenguaje.

Ciertamente, muchos predicadores hablan de que la gente debería tener más fe y

amar con más intensidad. Pero sus palabras no reflejan ninguna fe y ningún amor. Son

más bien una solemne declaración de quienes ni parecen tener una existencia propia y en

quienes el lenguaje no se convierte en experiencia.

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