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conversación, sino lo más íntimamente afín a ella: pues también el lenguaje es canto»
(ibid. 182).
Yo caí en la cuenta de lo que significa esto en concreto cuando nuestro antiguo
cantor de Münsterschwarzach, Godehard Joppich, con ocasión de las convivencias
juveniles que dirigí durante mucho tiempo, dedicó ocasionalmente en Semana Sana una
hora al canto; o, por mejor decir, a la iniciación al canto de la liturgia. Godehard tenía un
maravilloso modo y manera de comunicar a los jóvenes el embrujo del canto gregoriano
–fuera en latín o en alemán–.
Hacía que los jóvenes recitaran una y otra vez, muy despacio, muy
conscientemente, la antífona que cantamos al final de la liturgia del Viernes Santo:
«Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único, para que quien crea en él no
perezca, sino tenga vida eterna» (Jn 3,16). Y entonces decía: «Cuando uno ha entendido
estas palabras y ha saboreado el lenguaje de Juan, entonces solo puede cantar estas
palabras así». Y acto seguido cantaba él el versículo. Y nosotros teníamos esta
impresión: «Realmente, es imposible cantar esas palabras de otra manera». La melodía
suena con precisión, hace sonar las palabras. Entonces, el amor de Dios se hace vivencia,
y su entrega, experiencia. En ese momento uno no necesita en absoluto creer. La fe
sucede sencillamente en el canto. Y la vida eterna... está simplemente ahí. En el cantar,
está ya en nosotros.
Lo que Godehard transmitió aquí de forma magistral a la gente joven debería valer
para todo canto litúrgico. Debería hacer oír las palabras de la liturgia, las palabras de la
Escritura de tal manera que desarrollaran su efecto santificador en el corazón de cantores
y oyentes.
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