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transformada en santidad y en belleza» (ibid. 31). El encanto que Kiriloff experimenta en
esa simple hoja se convierte en «una mirada penetrante en lo numinoso».
Un arte similar descubre Guardini en Rainer Maria Rilke, quien en la séptima de
sus Elegías de Duino habla de «la desmesura de las cosas mundanas, que sobrecoge el
corazón». También aquí son las cosas terrenas las que nos hacen barruntar el misterio de
Dios.
El lenguaje religioso se arriesga siempre a dar el paso hacia campos abiertos: del
ruido al silencio, del espacio a lo supraespacial, de lo exterior a lo interior... Este es el
arte del lenguaje religioso. No tiene nada que ver con sensiblerías piadosas. El arte del
lenguaje religioso consiste más bien en que habla recta y atinadamente sobre lo que en el
mundo le sale al encuentro. Pero habla sobre lo mundano de tal forma que en ello se
transparenta otra cosa distinta: lo numinoso, el misterio.
Este es un desiderátum que difícilmente podrá alcanzar en su plenitud un predicador
o un escritor religioso. Los poetas han dominado este arte. Pero también debería
manifestarse en él algo de la calidad del arte poético. De lo contrario, nuestro lenguaje
religioso se convertirá en un lenguaje-gueto que solo los inquilinos de ese gueto van a
poder entender.
Romano Guardini opina que el lenguaje religioso tiene que impactar a cualquier
persona, porque todo ser humano tiene algún barrunto de lo santo y de lo numinoso. Con
un lenguaje puramente religioso, ese que solo se compone de palabras religiosas sin
referencia al mundo, no se impacta a las personas. Les resbala, porque en él no se
encuentran ni a sí mismas ni a su mundo. Ahora bien, el lenguaje religioso no es un puro
narrar mundano, sino el arte de abrir lo mundano al ámbito de lo supramundano y de lo
numinoso. Es el arte de abrir el cielo sobre lo terreno en lo que vivimos el día a día.
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