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En los años setenta, los teólogos hablaban con frecuencia de los directivos de
empresa como de «capitalistas ávidos de dinero». Si yo con mi lenguaje descalifico a
alguien, no puedo iniciar con él ningún diálogo. Un diálogo llega a buen término cuando
me dirijo a lo que en el otro hay de bueno. Entonces podrá imponerse en la conversación
lo bueno que hay en ambas partes.
Si en mi modo de hablar me sitúo por encima de los otros, no hay conversación que
tenga éxito; más bien solo suscitaré en el otro resistencia. Esto me sucede a mí en
ocasiones cuando «los cristianos del nuevo nacimiento» pretenden demostrarme que no
soy un auténtico cristiano; que, por tanto, en última instancia, debo convertirme a Jesús.
Cuando alguien con su modo de hablar se pone por encima de mí, no siento ninguna
motivación para entablar con él una conversación.
También esto es para mí una importante interpelación a nuestro lenguaje eclesial.
También en la Iglesia nos ponemos con demasiada frecuencia por encima de los demás.
Actuamos como si hubiéramos sentido a Dios y tuviéramos hilo directo con Él. Y
pretendemos ilustrar a los demás. Pero esta actitud solo provoca rechazo. Con un
lenguaje así no llegamos a las personas. No entramos en diálogo con ellas. El evangelista
Lucas podría hoy enseñarnos un camino para encontrar un lenguaje con el que poder
llegar a los corazones de las personas y de este modo entrar en un diálogo profundo con
ellas.
[1] El conocedor del alemán descubrirá, sin duda, en la palabra Eräugnis una clara referencia a Auge (=
ojo). De ahí el recurso del autor a las metáforas «visible/ver» [N. del T.].
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