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9.
El lenguaje en la liturgia
Hoy muchas personas no saben cómo arreglárselas con el lenguaje litúrgico. Las
oraciones y los prefacios son, para muchos, ininteligibles. Entonces muchos sacerdotes
intentan reformular personalmente las oraciones. Pero el resultado tampoco es mejor: se
cae con frecuencia en un lenguaje banal que no está a tono con el culto litúrgico. Y
cuando se cree que hay que comentarlo y aclararlo todo, la liturgia muchas veces se
convierte en un batiburrillo.
Las oraciones clásicas tienen una agradable brevedad, mientras que las formuladas
personalmente, a veces, no terminan nunca. Con frecuencia, en esos momentos se habla
de Dios tan inteligiblemente que se pierde el misterio del Dios incomprensible. Ese
lenguaje sabe demasiado.
Mucho depende de cómo se dicen las oraciones oficiales: si se nota que el que las
recita está convencido de lo que reza y si son expresión de su experiencia. Y depende
también de si las palabras personales de la introducción y de la homilía encuentran el
camino hacia el corazón de la gente.
El lenguaje litúrgico está ligado a determinadas actitudes corporales. El sacerdote
extiende las manos para la oración, o las levanta. Ya la postura de las manos da a sus
palabras un sello propio y una fuerza peculiar. El sacerdote podría aprender algo del
actor, en quien lenguaje y gesto van a una y sintonizan.
Los que participan en el culto divino no oyen nunca las palabras de la liturgia sin
experiencias personales previas o sin prejuicios. Muchas palabras remueven viejas
experiencias vitales. Por ejemplo, en la liturgia se habla con frecuencia de sacrificio o de
pecado y culpa. A personas a las que en su niñez se les echó en cara constantemente su
culpa, estas palabras les provocan rechazo. No quieren aparecer siempre como
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