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Sin embargo, desde hace algunos años, precisamente desde Roma, se pide que se
traduzcan los textos latinos de la manera más literal posible, sin consideración a que se
entiendan o no. Esto es, ya desde un punto de vista filológico, un absurdo. Porque toda
lengua tiene su propia lógica conceptual. Y la traducción no se puede hacer nunca
literalmente, sino que tiene que realizarse de tal manera que se vierta en el nuevo
lenguaje y en su idiosincrasia interna.
Martin Stuflesser, experto liturgista de Würzburg, cree que, manteniendo las
directrices romanas sobre las traducciones, no nacería ninguna nueva traducción sino
«neologismos, extranjerismos de reciente creación, que no pueden ocultar su origen
latino (ni quieren). Que una fidelidad así al original latino ayude realmente a la
comprensión del texto traducido, se puede poner efectivamente en duda» (Stuflesser 21).
Traducir es un arte culto. Traducir algo lo más literalmente posible no cabe en ese arte.
Porque se trata siempre de traducir a otro espacio lingüístico y a otra sensibilidad
lingüística.
No solo el lenguaje de los textos litúrgicos: también el lenguaje del predicador
precisa de una alta sensibilidad. Johannes Röser, redactor jefe de Christ in der
Gegenwart, critica el hecho de que muchos predicadores empleen cada día más «una
retórica religiosa triunfalista, muchas veces penosamente chabacana» (citado en
Schlemmer 14).
Cuando oigo un sermón, siempre presto atención al lenguaje: ¿tiene entidad o es
palabrería huera?; ¿es perorata aprendida de memoria o sale del corazón?; ¿es sugerente
o es lenguaje típico de teólogos?; ¿tiene el orador, con su lenguaje, contacto con la
gente?; ¿responde a sus preguntas, o despliega un lenguaje que en sí es ciertamente
correcto, pero que no afecta a nadie?
Pierre Stutz, en su colaboración en el número más arriba citado del Anzeiger für die
Seelsorge, hace algunas sugerencias sobre el tema del nuevo lenguaje en la liturgia.
Muestra cómo el predicador encuentra continuamente nuevas palabras para lo indecible,
«para el acontecer del amor de Dios en medio de los altibajos de nuestra vida» (Stutz
15). Aquí no se trata solo de que encontremos un nuevo lenguaje, sino también de que,
en una escucha silenciosa, «nos dejemos encontrar por palabras nuevas» (ibid. 17).
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