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sobre el “hacer el bien”» (Brox 160). Esta es una situación que todavía hoy tiene
actualidad. Pero esto significa también que no debemos hacer propaganda de nuestra fe
por propio impulso, sino que solo mediante nuestra conducta tenemos que llamar la
atención de los demás sobre nuestra fe y nuestra esperanza. ¿Cuál es en realidad la razón
de que yo esté en paz conmigo mismo y con los otros, de que sea capaz de amar a las
personas y de que en mi conducta no piense solo en mi interés?
Se necesita entonces un lenguaje que pueda aclarar esto. Pero este lenguaje tiene
que ser conciliador y no agresivo. La expresión griega méta praytētos kaì phóobou
syniîdesîn échontes ‘agáthen (1 Pe 3,16) significa «de manera suave y respetuosa, con
buena conciencia» (traducción: Brox 156). Hablamos correctamente sobre nuestra fe
cuando nuestras expresiones dejan traslucir algo de la esperanza que llevamos en nuestro
interior.
El lenguaje –nos dice la Primera Carta de Pedro– explica la vida. Traduce a
palabras lo que se manifiesta en nuestra conducta y en nuestro ejemplo. Y el lenguaje ha
de ser suave, tierno, modesto. No debe condenar, no debe ponerse a sí mismo por encima
de los demás. Y siempre debe mostrar respeto a los otros. Si quisiera adoctrinar al otro,
dejaría de ser respetuoso. Me situaría por encima de él.
El lenguaje, además, tiene que ser expresión de una buena conciencia. Esto quiere
decir, por un lado, que tiene que ser sincero, que mis palabras ponen de manifiesto que
lo que digo, lo hago, o al menos intento realizarlo. Y significa, por otro lado, que hablo
desde mi sabiduría interior y desde el corazón, no desde la cabeza.
No se piden demostraciones de la fe puramente racionales, sino un lenguaje que
salga del corazón. Las personas perciben con precisión si, como cristianos, hablamos en
la sociedad ese lenguaje dulce, respetuoso y que sale del corazón o si nos agazapamos
tras una palabrería religiosa o incluso hablamos sobre nuestra fe de manera moralizante o
conminatoria, en el sentido de que «el que no cree no puede en absoluto vivir
decentemente».
Muchas veces deduzco de tales demostraciones que el mismo orador de turno no es
capaz de vivir honestamente. Necesita la fundamentación de la fe ante la carencia que él
mismo padece. Pero nuestro hablar debe brotar de una fe que se haga visible en nuestro
ejemplo y en nuestra conducta.
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