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gueto, que ya nadie entiende. El lenguaje público tiene el cometido de unir a las personas
unas con otras y reconciliarlas.
Muchas veces notamos –tan pronto como toma la palabra un político o un
economista– la ruptura interior del orador. Porque él está interiormente roto, su discurso
tiene un efecto de ruptura en la sociedad. De otros políticos se dice: «Hablan mucho sin
decir nada». Ese es un lenguaje puramente superficial. Se pierde en tópicos. Pero no
alumbra ningún horizonte; no desencadena dinamismo alguno.
Deberíamos ser conscientes de nuestra responsabilidad respecto de nuestro hablar.
No basta con hablar solamente con corrección. Decimos las cosas tal como nos parecen.
Por eso, antes que nada, nuestro hablar exige un trabajo espiritual: el trabajo de
reconciliarse uno consigo mismo, de purificar su corazón y con ello su lenguaje, para
luego poder hablar de tal manera que mis palabras respeten a los otros, los valoren, les
den ánimos, los reconcilien y les transmitan esperanza.
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