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Coetzee, J.M. – Infancia

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desplomando las estacas a su alrededor.<br />

Al abrir el turno de batear contra el Pinelands infantil, los menores de<br />

trece años, un viernes por la tarde, se encuentra frente a un chico alto,<br />

enteradillo, que, incitado por sus compañeros, lanza tan rápido y con<br />

tanta rabia como puede. La pelota sobrevuela todo el lugar,<br />

superándolo, superando incluso al receptor: apenas le concede<br />

oportunidad de usar el bate.<br />

En el tercer turno una pelota rebota en la tierra batida que hay<br />

alrededor de la esterilla, se eleva y lo golpea en la sien. «¡Esto sí que es<br />

demasiado! <strong>–</strong>piensa para sí, enfadado<strong>–</strong>. ¡Se ha pasado!» Se da cuenta<br />

de que los jugadores del campo lo están mirando extrañados. Todavía<br />

puede oír el impacto de la pelota contra el hueso: un chasquido sordo,<br />

sin eco. Luego se le pone la mente en blanco y cae.<br />

Está tumbado a un lado del campo. Tiene la cara y el pelo húmedos.<br />

Busca con la mirada el bate, pero no lo ve.<br />

<strong>–</strong>Quédate tumbado y descansa un rato <strong>–</strong>dice el hermano Augustine. Su<br />

voz es bastante alegre<strong>–</strong>. Te han dejado fuera de combate.<br />

<strong>–</strong>Quiero batear <strong>–</strong>murmura, y se incorpora. Es lo que hay que decir, lo<br />

sabe: prueba que no es un cobarde. Pero no puede batear: ha perdido<br />

su turno, ya hay alguien bateando en su lugar.<br />

Esperaba que le dieran más importancia. Esperaba un clamor contra el<br />

peligroso lanzador. Pero el juego continúa, y su equipo lo está haciendo<br />

bastante bien. «¿Estás bien? ¿Te duele?», le pregunta un compañero, y<br />

luego apenas escucha su respuesta. Se sienta en la banda mirando el<br />

resto de los turnos. Más tarde toma posición como jugador de campo.<br />

Le gustaría que le doliera la cabeza; le gustaría perder la visión, o<br />

desmayarse, o hacer cualquier cosa dramática. Pero se encuentra bien.<br />

Se toca la sien. Tiene un pequeño bulto blando. Espera que se hinche y<br />

se ponga morado antes de mañana, para probar que de verdad le<br />

dieron un golpe.<br />

Como todos en el colegio, también tiene que jugar al rugby. Incluso un<br />

chico llamado Shepherd que tiene el brazo izquierdo debilitado por la<br />

polio tiene que jugar. Les asignan las posiciones dentro del equipo con<br />

bastante arbitrariedad. Le asignan como jugador de tres<strong>–</strong>cuartos en el<br />

equipo infantil B. Juegan los sábados por la mañana. Siempre está<br />

lloviendo los sábados: con frío, mojado y triste, se arrastra por el<br />

césped empapado de línea a línea, mientras lo empujan los chicos más<br />

grandes. Como juega de tres<strong>–</strong>cuartos, nadie le pasa el balón, algo que<br />

agradece, porque tiene miedo de que le hagan un placaje. De todos<br />

modos, el balón, que tiene una capa de grasa de caballo para proteger<br />

el cuero, es demasiado resbaladizo como para poder sujetarlo.

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