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las chicas a los que no obligan a ir al colegio, que son libres para<br />
escapar lejos de la mirada vigilante de los padres, con cuerpos que les<br />
pertenecen para hacer con ellos lo que quieran... por qué no se unen en<br />
un banquete de deleite sexual? ¿Es porque son demasiado inocentes<br />
para conocer los placeres que están a su alcance, que solo las almas<br />
oscuras y culpables conocen secretos de esa índole?<br />
Así es como funciona siempre el interrogatorio. Al principio puede ser<br />
errático, pero al final, irremediablemente, se da la vuelta y se condensa<br />
en una sola pregunta que lo señala con un dedo. Siempre es él quien<br />
pone en marcha el tren del pensamiento; siempre es el pensamiento el<br />
que escapa de su control y regresa para acusarle. La belleza es la<br />
inocencia; la inocencia es la ignorancia; la ignorancia es la ignorancia<br />
del placer; el placer es culpable; él es culpable. Ese muchacho, con su<br />
cuerpo nuevo, intacto, es inocente, pero él, gobernado por sus oscuros<br />
deseos, es culpable. De hecho, tras esta larga sucesión de deducciones<br />
ha llegado a la palabra «perversión», con su estremecimiento oscuro y<br />
su compleja emoción, que comienza con la enigmática «p» que puede<br />
significar cualquier cosa, repentinamente sustituida por la implacable<br />
«r» y la vengativa «v». No una sola acusación, sino dos. Las dos<br />
acusaciones se cruzan, y él está en el punto de intersección, en su<br />
punto de mira. Porque quien sostiene la acusación para cargarla sobre<br />
él hoy no es solo grácil como un ciervo e inocente, mientras que él es<br />
oscuro y pesado y culpable: también es de color, lo que significa que no<br />
tiene dinero, vive en una oscura casucha, pasa hambre; lo que significa<br />
que si su madre lo llamara <strong>–</strong>«¡Chico!»<strong>–</strong> y agitase el brazo, como indudablemente<br />
es capaz de hacer, este chico tendría que detenerse y<br />
acercarse y hacer lo que ella le dijera que hiciese (cargar con su bolsa<br />
de la compra, por ejemplo), para al final ver cómo cae una moneda en<br />
sus manos y mostrarse agradecido. Y si él se enfadara con su madre<br />
después, ella tan solo le sonreiría y diría: «¡Pero si están acostumbrados!».<br />
Así que este chico que sin saberlo ha reservado toda su vida a la senda<br />
de la naturaleza y la inocencia, que es pobre y por lo tanto es bueno,<br />
como siempre son los pobres en los cuentos de hadas; que es<br />
escurridizo como una anguila y rápido como una liebre y que le<br />
derrotaría con facilidad en cualquier concurso de velocidad o de<br />
habilidad manual, este chico, que es un reproche viviente contra él, sin<br />
embargo está sometido a él por motivos que le avergüenzan tanto que<br />
tiene que retorcer y menear los hombros y no puede seguir mirándolo,<br />
a pesar de su belleza.<br />
Aun así, no puede rechazarlo. Se puede rechazar a los nativos, quizá,<br />
pero no se puede rechazar a la gente de color. A los nativos se les