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de los crucigramas del Cape Times. No entiende por qué su padre sigue<br />
esforzándose por ser inglés aquí en Worcester, donde sería tan fácil<br />
para él volver a ser afrikaner. No considera que la infancia en Prince<br />
Albert, sobre la que escucha bromear a su padre con sus hermanos, sea<br />
muy diferente de la vida de un afrikaner en Worcester. Al igual que<br />
ocurría allí, consiste en recibir palizas e ir desnudo, en realizar las<br />
necesidades corporales delante de otros chicos, en una indiferencia<br />
animal con la intimidad.<br />
La idea de que lo conviertan en un chico afrikaner, con la cabeza<br />
afeitada y sin zapatos, lo descorazona. Es como sí lo encarcelaran, lo<br />
encerraran en una vida sin intimidad. Si fuera afrikaner tendría que<br />
vivir minuto a minuto en compañía de otros, día y noche. Una idea que<br />
se le hace insoportable.<br />
Se acuerda de los tres días en el campamento scout, se acuerda de su<br />
suplicio, de su ardiente deseo, continuamente frustrado, de escabullirse<br />
hasta su tienda y leer un libro a solas.<br />
Un sábado su padre lo envía a comprar cigarrillos. Puede elegir entre ir<br />
en bicicleta hasta el centro de la ciudad, donde hay tiendas adecuadas<br />
con escaparates y cajas registradoras, o ir a la cercana tiendecita<br />
afrikaner en el cruce de la vía del ferrocarril, que no es más que un<br />
cuartucho situado en la parte trasera de una casa con el mostrador<br />
pintado de marrón oscuro y las estanterías casi vacías. Elige la más<br />
cercana.<br />
Es una tarde calurosa. En la tienda hay ristras de biltong, carne magra<br />
puesta a secar, que cuelgan del techo. Está a punto de decirle al chico<br />
de detrás del mostrador <strong>–</strong>un afrikaner mayor que él<strong>–</strong> que quiere veinte<br />
Springbok rubios cuando se le mete una mosca en la boca. La escupe<br />
con asco. La mosca yace en el mostrador ante él, luchando en un<br />
charco de saliva.<br />
«Sies!», exclama otro de los clientes.<br />
Le entran ganas de protestar: «¿Qué debo hacer? ¿No escupir? ¿Me<br />
trago la mosca? ¡Solo soy un niño!». Pero las explicaciones no sirven de<br />
nada entre esta gente sin piedad. Limpia el escupitajo del mostrador<br />
con la mano y rodeado de un silencio condenatorio paga los cigarrillos.<br />
Recordando los viejos tiempos de la granja, el padre y los hermanos del<br />
padre vuelven una y otra vez al asunto de su propio padre, el abuelo<br />
del chico. «'n Vare ul jintbnan», dicen, un señor de los de antes,<br />
repitiendo la fórmula que han creado para él, y se ríen: «Dis wat hy op<br />
sy grafsteen sou gewens het». Un granjero y un señor, eso es lo que le<br />
hubiera gustado que rezase en su lápida. Se ríen sobre todo porque su