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Arrancame la vida

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Quería espantar los recuerdos, pero sin el ruido de <strong>la</strong> Lili era todavía más<br />

difícil. Iba de Pueb<strong>la</strong> a Tonanzintía, de <strong>la</strong> tumba de Carlos al jardín de mi<br />

casa, incapaz de nada mejor que comerme <strong>la</strong>s uñas, agradecer <strong>la</strong><br />

compasión de mis amigas y pasar <strong>la</strong>s tardes con Verania y Checo cuando<br />

volvían del colegio.<br />

Con los niños todo era dar y parecer contenta. Los llevaba a <strong>la</strong> feria, a<br />

subir un cerro o a buscar ajolotes en los charcos cerca de Mayorazgo para<br />

quitarme de <strong>la</strong> cabeza lo que no fuera un juego o una demanda fácil de<br />

resolver. A veces me proponía el gusto por ellos, me empeñaba en <strong>la</strong><br />

ternura y el alboroto permanentes, pero mis hijos habían aprendido a no<br />

necesitarme y después de un tiempo de estar juntos no se sabía quién<br />

estaba teniéndole paciencia a quién.<br />

Cuando me sentaba en el jardín a chupar pedacitos de pasto con <strong>la</strong> cabeza<br />

casi metida entre <strong>la</strong>s piernas en cuclil<strong>la</strong>s, les daba pena acercarse, me dejaban<br />

so<strong>la</strong> y se iban lejos a buscar un pretexto para l<strong>la</strong>marme.<br />

La mujer de Atencingo se lo dio. Una tarde llegaron corriendo a decirme<br />

que ahí estaba una señora que vendía higos, que yo había dicho que se los<br />

compraría todos.<br />

La llevaron con todo y canasta hasta el rincón del jardín en el que yo<br />

estaba. Eran como <strong>la</strong>s cinco de una tarde c<strong>la</strong>ra y así, parada bajo <strong>la</strong> luz<br />

con su canasta en el brazo, <strong>la</strong> cara como recién mojada y una sonrisa de<br />

dientes grandes, el<strong>la</strong> despedía seguridad y encanto.<br />

Se sentó junto a mí, puso <strong>la</strong> canasta en el suelo y empezó a p<strong>la</strong>ticarme<br />

como si fuéramos amigas y yo <strong>la</strong> hubiera estado esperando. En ningún<br />

momento se disculpó por interrumpir, preguntar si molestaba o detener<br />

sus pa<strong>la</strong>bras para ver si mi cara estaba de acuerdo en oír<strong>la</strong>.<br />

Se l<strong>la</strong>maba Carme<strong>la</strong>, por si yo no me acordaba, sus hijos tenían tantos y<br />

tantos años y su marido como ya me había dicho era el asesinado en el<br />

ingenio de Atencingo. El<strong>la</strong> había juntado para ponerle a su tumba una<br />

cruz de mármol y lo visitaba para p<strong>la</strong>ticarle cómo iban <strong>la</strong>s cosas en el<br />

trabajo y el campo. Porque yo no lo sabía pero a el<strong>la</strong> y a Fidel siempre les<br />

gustó pelear lo justo, por eso anduvieron con Lo<strong>la</strong>, por eso el<strong>la</strong> entró al<br />

sindicato de <strong>la</strong> fábrica de Atlixco. Le regresó el odio cuando mataron a<br />

Medina y a Carlos, y no entendía que yo siguiera viviendo con el general<br />

Ascencio. Porque el<strong>la</strong> sabía, porque seguro que yo sabía, porque todos<br />

sabíamos quién era mi general. A no ser que yo quisiera, a no ser que yo<br />

hubiera pensando, a no ser que ahí me traía esas hojas de limón negro<br />

para mi dolor de cabeza y para otros dolores. El té de esas hojas daba<br />

fuerzas pero hacía costumbre, y había que tenerle cuidado porque<br />

tomado todos los días curaba de momento pero a <strong>la</strong> <strong>la</strong>rga mataba. El<strong>la</strong><br />

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