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Arrancame la vida

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un hoyo.<br />

-¿A quién le dijo?<br />

-A unos señores que lo vinieron a ver de Matamoros.<br />

-No oíste bien. ¿Cómo va a decir eso tu papá?<br />

-Si, lo dijo mamá. Siempre dice así. A ése búsquenle un hoyo. Y eso<br />

quiere decir que lo tienen que matar.<br />

-Ay, hijo, qué cosas te imaginas -le dije. ¿Crees que matar es juego?<br />

-No. Matar es trabajo, dice mi papá.<br />

Un ruido me subió desde el estómago, y el arroz, <strong>la</strong> carne, <strong>la</strong>s tortil<strong>la</strong>s, el<br />

queso, <strong>la</strong>s crepas de cajeta, todo me fue saliendo de regreso mientras el<br />

Checo me veía sin saber qué hacer, preguntando a intervalos: «¿Ya<br />

mamá?» Por fin salió una cosa amaril<strong>la</strong> y amarga y luego no quedó más.<br />

-¿Jugamos carreras de regreso? -le dije. Y empecé a correr bajando el<br />

cerro como si me quisiera desbarrancar.<br />

-Tú estás loca, mami. Tiene razón mi papá.<br />

-Eres una cabra loca -gritaba el niño atrás de mí.<br />

Llegamos exhaustos a <strong>la</strong> casa. Verania estaba en <strong>la</strong> puerta cogida de <strong>la</strong><br />

mano de Lucina. Era una niña preciosa. Con los ojos enormes y los <strong>la</strong>bios<br />

delgados, pálida como yo, ingenua como mis hermanas.<br />

-¿Por qué se tardaron tanto? -preguntó.<br />

-Porque mi mamá está enferma -dijo Checo.<br />

-¿De qué? -preguntó Lucina.<br />

-De <strong>la</strong> panza. Vomitó toda <strong>la</strong> comida -dijo el niño que tenía cinco años.<br />

Cinco enloquecidos años.<br />

No podían vivir en <strong>la</strong>s nubes nuestros hijos. Estaban demasiado cerca.<br />

Cuando decidí quedarme decidí también por ellos y ni modo de guardarlos<br />

en una bo<strong>la</strong> de cristal.<br />

En <strong>la</strong> casa grande ellos vivían en un piso y nosotros en otro. Podíamos<br />

pasarnos <strong>la</strong> <strong>vida</strong> sin verlos. Después de <strong>la</strong> tarde que vomité, resolví cerrar<br />

el capítulo del amor maternal. Se los dejé a Lucina. Que el<strong>la</strong> los bañara,<br />

los vistiera, oyera sus preguntas, los enseñara a rezar y a creer en algo,<br />

aunque fuera en <strong>la</strong> Virgen de Guadalupe. De un día para otro dejé de<br />

pasar <strong>la</strong>s tardes con ellos, dejé de pensar en qué merendarían y en cómo<br />

entretenerlos. Al principio los extrañé. Llevaba años de estar pegada a<br />

sus <strong>vida</strong>s, habían sido mi pasión, mi entretenimiento. Estaban<br />

acostumbrados a irrumpir en mi recámara como si fuera su cuarto de<br />

juegos. Me despertaban tempranísimo aunque estuviera desve<strong>la</strong>da,<br />

jugaban con mis col<strong>la</strong>res, se ponían mis zapatos y mis abrigos, vivían<br />

trenzados a mi <strong>vida</strong>. Desde esa noche cerré mi puerta con l<strong>la</strong>ve. Cuando<br />

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