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Arrancame la vida

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no se ríe así <strong>la</strong> gente mayor -dijo Fernando.<br />

-Qué bueno que le guste, licenciado. Esta es su casa, queremos que esté<br />

usted contento -le contestó Andrés.<br />

-Eso queremos -dije yo y puse mi mano en su pierna.<br />

El no <strong>la</strong> movió ni cambió de gesto.<br />

Andrés empezó a hab<strong>la</strong>r del motín en Jalisco. Lamentó <strong>la</strong> muerte de un<br />

sargento y un soldado, elogió al gobernador que dio <strong>la</strong> orden de irse sobre<br />

los campesinos amotinados.<br />

-Hay cosas que no se pueden permitir -le contestó Fernando.<br />

Yo, que por esas épocas todavía decía lo que pensaba, intervine:<br />

-Pero, ¿no hay otra manera de impedir<strong>la</strong>s más que echándoles encima el<br />

ejército y matando a doce indios? Les cobraron a seis por uno cada muerto.<br />

Y ni siquiera se sabe por qué se amotinaron esos indios.<br />

-Ya te salió lo mujer. Está usted hab<strong>la</strong>ndo de su inteligencia y luego le sale<br />

lo sensiblera -dijo Andrés.<br />

-Quizá tenga razón general, debíamos encontrar otras maneras -contestó<br />

Femando y puso su mano en mi pierna. La sentí sobre <strong>la</strong> seda de mi<br />

vestido y me olvidé de los doce campesinos. Después <strong>la</strong> quitó y se puso a<br />

comer como si fuera <strong>la</strong> última vez.<br />

Nos hicimos amigos. Cuando iba yo a México lo l<strong>la</strong>maba con algún recado<br />

de Andrés o con algún pretexto, <strong>la</strong> cosa era oír su voz y si era posible verlo<br />

un momento. Después me regresaba <strong>la</strong>s tres horas de carretera<br />

repitiendo su nombre.<br />

Le pedía al chofer que era muy entonado que me cantara Contigo en <strong>la</strong><br />

distancia y me acostaba en el asiento del Packard negro a oírlo y a<br />

extrañar. Les buscaba varios significados a sus frases más simples y casi<br />

llegaba a creer que se me había dec<strong>la</strong>rado con disimulo por respeto a mi<br />

general. Recordaba con precisión cada una de <strong>la</strong>s cosas que me había<br />

dicho y de un «espero que nos veamos pronto» sacaba <strong>la</strong> certidumbre de<br />

que él sufría mi ausencia tanto como yo <strong>la</strong> suya y que se pasaba los días<br />

contando el tiempo que le faltaba para verme por casualidad. Me gustaba<br />

pensar en su boca, en <strong>la</strong> sensación que me recorría el cuerpo cuando me<br />

besaba <strong>la</strong> mano como saludo y despedida. Un día no me aguanté. Me<br />

había acompañado a <strong>la</strong> puerta de su oficina tras una conversación extraña<br />

porque no hab<strong>la</strong>mos de política ni de Andrés ni de Pueb<strong>la</strong> ni del país.<br />

Habíamos hab<strong>la</strong>do de <strong>la</strong> pena que producen los amores no correspondidos<br />

y yo creí vérse<strong>la</strong> en los ojos. Cuando se despidió besándome <strong>la</strong> mano le<br />

ofrecí <strong>la</strong> boca. No me besó pero me dio un abrazo <strong>la</strong>rgo.<br />

Esa noche el pobre chofer cantó tantas veces Contigo en <strong>la</strong> distancia que<br />

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