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Arrancame la vida

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Iba a poner otro pretexto cuando apareció Fito. Su secretario le abrió <strong>la</strong><br />

puerta y él se metió a nuestro coche como a su casa.<br />

-Perdón, Catalina -dijo, no sabia que ya estabas insta<strong>la</strong>da. Lo que no<br />

quiero es que vayas so<strong>la</strong>. Tú y yo debemos ir juntos tras <strong>la</strong> carroza. No<br />

tienes por qué ponerte detrás de mi coche, en este momento somos nada<br />

más su familia. Hoy no soy Presidente.<br />

-Pues si te quitas ese chiste, ¿cuál te queda? -quise decir, pero sólo sonreí<br />

haciendo una mueca de pena, como de que agradecía <strong>la</strong>s atenciones<br />

aunque <strong>la</strong> tristeza no me dejaba expresarlo en pa<strong>la</strong>bras.<br />

Me corrí para que pudiera sentarse junto a nosotros. Ese coche era<br />

enorme, en el asiento de atrás cabían fácil cinco personas. Un vidrio se<br />

levantaba entre los de atrás y el chofer. Yo nunca lo cerré, me gustaba<br />

p<strong>la</strong>ticar con Juan y que me cantara canciones. Rodolfo lo primero que hizo<br />

fue intentar subirlo. Estaba duro por <strong>la</strong> falta de uso, su secretario pujó<br />

hasta que <strong>la</strong> pa<strong>la</strong>nca quiso dar vueltas y el vidrio fue subiendo. Me dio<br />

pena con Juan, él no estaba acostumbrado a esas groserías. Checo lo<br />

notó. Era buen amigo de Juan. Juan fue su papá y su mamá durante<br />

mucho tiempo. Dijo que quería irse ade<strong>la</strong>nte para ver. No lo consultó,<br />

abrió <strong>la</strong> puerta, se bajó y fue a sentarse junto a Juan en tres segundos.<br />

Desde ahí volteó a mirarme. Condenado muchacho, me dejó con Rodolfo<br />

y el secretario.<br />

-Dígale a Regino que se quite de ahí y nos deje el sitio. Usted váyase con<br />

él -ordenó Fito, y nos quedamos solos. Yo me puse <strong>la</strong>s manos en <strong>la</strong><br />

cabeza, y <strong>la</strong> agaché suspirando. Me caía tan mal el señor Presidente.<br />

Los coches empezaron a caminar despacio, como si nada más fuéramos al<br />

Panteón Francés.<br />

-A esta velocidad no vamos a llegar ni en dos días -le dije a Rodolfo<br />

cuando por fin salimos de <strong>la</strong> ciudad. El volteó hacia atrás. No se veía el fin<br />

de <strong>la</strong> hilera de autos que nos seguían.<br />

-Tienes razón -me contestó, y bajó el vidrio para ordenarle a Juan que<br />

l<strong>la</strong>mara al chofer de <strong>la</strong> carroza en que iba Andrés a su último homenaje.<br />

Hubiera gozado con tanta gente. Después de hab<strong>la</strong>r con Rodolfo, el que<br />

manejaba <strong>la</strong> carroza llevó a <strong>la</strong> comitiva a una velocidad menos fúnebre.<br />

-¿Así te parece bien? -preguntó Fito acariciándome <strong>la</strong> mano enguantada.<br />

Empezamos a cruzar por pueblos grises de tierra. Así son todos los<br />

pueblos del camino antes de subir a <strong>la</strong>s montañas. Pueblos a los que<br />

difícilmente les crece algo verde. Son sólo tierra y campesinos terrosos.<br />

En algunos, el gobernador organizó contingentes del partido que se<br />

paraban con flores en <strong>la</strong> oril<strong>la</strong> de <strong>la</strong> carretera. Al encontrarlos nos<br />

deteníamos, los más importantes venían hasta el coche y nos daban <strong>la</strong><br />

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