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Arrancame la vida

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depositara dinero en una cuenta personal de cheques, suficiente dinero<br />

para mis cosas, <strong>la</strong>s de los niños y <strong>la</strong>s de <strong>la</strong> casa. Mandé abrir una puerta<br />

entre nuestra recámara y <strong>la</strong> de junto y me cambié pretextando que<br />

necesitaba espacio. A veces dormía con <strong>la</strong> puerta cerrada. Andrés nunca<br />

me pidió que <strong>la</strong> abriera. Cuando estaba abierta, él iba a dormir a mi cama.<br />

Con el tiempo hasta parecíamos amigos otra vez.<br />

Aprendí a mirarlo como si fuera un extraño, estudié su manera de hab<strong>la</strong>r,<br />

<strong>la</strong>s cosas que hacia, el modo en que iba resolviéndo<strong>la</strong>s. Entonces dejó de<br />

parecerme impredecible y arbitrario. Casi podía yo saber qué decidiría en<br />

qué asuntos, a quién mandaría a qué negocio, cómo le contestaría a tal<br />

secretario, qué diría en el discurso de tal fecha.<br />

Dormía con Quijano muchas veces. El se cambió a una casa con dos<br />

entradas, dos fachadas, dos jardines al frente. Uno daba a una calle y otro<br />

a <strong>la</strong> de atrás. El entraba por un <strong>la</strong>do y yo por el opuesto. Los dos<br />

llegábamos exactamente en el mismo tiempo al mismo cuarto lleno de sol<br />

y p<strong>la</strong>ntas. Quijano era un solemne. Intentaba describir lo que dio en<br />

l<strong>la</strong>mar «lo nuestro» y hacía unos discursos con los que parecía ensayar el<br />

guión de su próxima pelícu<strong>la</strong>. Hab<strong>la</strong>ba de mi frescura, de mi<br />

espontaneidad, de mi gracia. Oyéndolo me iba quedando dormida y<br />

descansaba de todo hasta horas después.<br />

Andrés compró una casa en Acapulco a <strong>la</strong> que no iba nunca porque el mar<br />

le parecía una pérdida de tiempo. Yo me <strong>la</strong> apropié. Íbamos ahí muchos<br />

fines de semana. Invitaba otros amigos para disimu<strong>la</strong>r, llevaba a los<br />

niños, iba Lilia cuando quería descansar de Emilito, por supuesto venían<br />

Marce<strong>la</strong> y Octavio. Para todos era más o menos obvia mi re<strong>la</strong>ción con<br />

Quijano, hasta para Verania, que nunca le dijo nada a su padre pero se<br />

dedicó a patear <strong>la</strong>s espinil<strong>la</strong>s de Alonso y a sop<strong>la</strong>rle a Checo intrigas cada<br />

vez que podía.<br />

La casa quedaba entre Caleta y Caletil<strong>la</strong>, <strong>la</strong> rodeaba el mar y <strong>la</strong>s tardes ahí<br />

se iban como un sueño. Hubiera podido pasar<strong>la</strong>s todas sentada en <strong>la</strong><br />

terraza mirando al infinito como vieja empeñada en los recuerdos. El mar<br />

era Carlos Vives desde que nos escapamos tres días a una p<strong>la</strong>ya desierta<br />

en Cozumel. Lo miraba tratando de recuperar algo. ¿Qué sería lo mejor?<br />

Tanto tuvimos. ¿Por qué no <strong>la</strong> muerte?, me preguntaba, si hasta los días<br />

que pasamos en el mar resultó inevitable jugar con el<strong>la</strong>.<br />

-Me voy a morir de amor -dije riendo una tarde que caminábamos<br />

mojando los pies en el agua tibia.<br />

En mi miedo de siempre <strong>la</strong> muerta era yo y hasta me parecía romántico<br />

dejarlo con <strong>la</strong> ausencia, inventando mis cualidades, sintiendo un hueco en<br />

el cuerpo, buscándome en <strong>la</strong>s cosas que tuvimos juntos.<br />

Muchas veces imaginé a Carlos llorándome, matando a Andrés,<br />

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