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Arrancame la vida

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para preguntarle cuál podía ser su apoyo a <strong>la</strong> Revolución y que él les había<br />

respondido que ya el general Aguirre con su sabiduría popu<strong>la</strong>r había dicho<br />

una vez que <strong>la</strong>s mujeres mexicanas debían unirse para defender los<br />

derechos de <strong>la</strong>s obreras y <strong>la</strong>s campesinas, <strong>la</strong> igualdad dentro de <strong>la</strong>s<br />

re<strong>la</strong>ciones conyugales, etcétera. De ahí para ade<strong>la</strong>nte no le creí un solo<br />

discurso. Para colmo, tres días después habló con acalorada pasión sobre<br />

<strong>la</strong> experiencia del ejido y esa misma tarde brindó con Heiss para celebrar<br />

el arreglo que le devolvía <strong>la</strong>s fincas expropiadas por <strong>la</strong> ley de<br />

Nacionalización. Decía tantas mentiras que con razón cuando el mitin de<br />

<strong>la</strong> p<strong>la</strong>za de toros <strong>la</strong> gente se enojó y <strong>la</strong> incendió. Hubo muchos heridos.<br />

Sólo el periódico de Juan Soriano habló de ellos.<br />

Con esa tragedia se acabaron los actos de adhesión en <strong>la</strong> ciudad y nos<br />

fuimos a recorrer el estado. Con todo y niños, nanas y cocineros rodamos<br />

de pueblo en pueblo oyendo a campesinos exigir tierras, rec<strong>la</strong>mar<br />

justicia, pedir mi<strong>la</strong>gros. De todo pedían, desde una máquina de coser<br />

hasta <strong>la</strong> salud de un niño con poliomielitis, tejas para los techos de sus<br />

casas, burros, créditos, semil<strong>la</strong>s, escue<strong>la</strong>s. Gocé <strong>la</strong> gira. Me gustó ir por<br />

los pueblos terrosos como San Marcos, pero más me gustó subir hasta<br />

Coetza<strong>la</strong>n por <strong>la</strong> sierra. Nunca había visto tanta vegetación; cerros y<br />

cerros llenos de p<strong>la</strong>ntas que cubrían hasta <strong>la</strong>s piedras, barrancas a <strong>la</strong>s que<br />

no se les veía más fondo que una interminable caída verde. En Coetza<strong>la</strong>n<br />

<strong>la</strong>s mujeres se vestían con trajes b<strong>la</strong>ncos y <strong>la</strong>rgos, se trenzaban el pelo<br />

con estambres que luego enredaban sobre sus cabezas. Uno no entendía<br />

cómo caminaban entre los charcos y <strong>la</strong>s piedras del monte sin mancharse<br />

ni siquiera <strong>la</strong> oril<strong>la</strong> de <strong>la</strong>s faldas. Eran mujeres chiquitas, no más altas que<br />

los doce años de Lilia, y cargaban cestas enormes y varios niños a <strong>la</strong> vez.<br />

A <strong>la</strong> entrada del pueblo no había mucha gente, nos explicaron que los<br />

campesinos de ahí no querían al partido y que les daban miedo <strong>la</strong>s<br />

elecciones porque siempre había tiros y muertos. Así que temían <strong>la</strong><br />

llegada del candidato y no les importaba salir a mirarlo.<br />

Andrés se puso furioso con los organizadores de <strong>la</strong> campaña que llegaban<br />

unos días antes que nosotros a cada pueblo, de pendejos no los bajó y<br />

pegando en el suelo con el fuete del caballo los amenazó de muerte si no<br />

reunían a <strong>la</strong> gente en <strong>la</strong> p<strong>la</strong>za.<br />

Me bajé del camión con los niños detrás porque querían caminar por <strong>la</strong>s<br />

calles empedradas, entrar a <strong>la</strong> iglesia y comprarse una naranja con chile<br />

en el mercado. Para librarme del griterío de Andrés fui con ellos a donde<br />

se les ocurrió.<br />

Octavio nos guiaba, quería impresionar a sus hermanas, le parecían<br />

lindísimas y no lograba hacerse a <strong>la</strong> idea de que alguien como Marce<strong>la</strong><br />

fuera su pariente. Con el menor pretexto <strong>la</strong> tomaba de <strong>la</strong> mano, <strong>la</strong><br />

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