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Arrancame la vida

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llenaba todo. No me gustó mi nueva <strong>vida</strong>. En cuanto pude me bajé a<br />

buscar el primer camión de regreso. Ni siquiera caminé por el pueblo<br />

porque tuve miedo de que me reconocieran.<br />

Regresé pronto, y me dio gusto entrar a mi casa. Verania y Checo estaban<br />

jugando en el jardín, los abracé como si volviera de un secuestro.<br />

-¿Qué te pasa? -preguntó Verania a <strong>la</strong> que no le gustaban mis repentinas<br />

y esporádicas efusiones.<br />

Al día siguiente, otra vez quería llorar y meterme en un agujero, no quería<br />

ser yo, quería ser cualquiera sin un marido dedicado a <strong>la</strong> política, sin siete<br />

hijos apellidados como él, salidos de él, suyos mucho antes que míos,<br />

pero encargados a mí durante todo el día y todos los días con el único fin<br />

de que él apareciera de repente a felicitarse por lo guapa que se estaba<br />

poniendo Lilia, lo graciosa que era Marce<strong>la</strong>, lo bien que iba creciendo<br />

Adriana, lo estiloso que se peinaba Marta o el brillo de los Ascencio que<br />

Verania tenia en los ojos.<br />

Otra quería yo ser, viviendo en una casa que no fuera aquel<strong>la</strong> fortaleza a<br />

<strong>la</strong> que le sobraban cuartos, por <strong>la</strong> que no podía caminar sin tropiezos,<br />

porque hasta en los prados Andrés inventó sembrar rosales. Como si<br />

alguien fuera a perseguirlo en <strong>la</strong> oscuridad, tenía cientos de trampas para<br />

los que no estaban habituados a sortear<strong>la</strong>s todos los días.<br />

Sólo se podía salir en coche o a caballo porque quedaba lejos de todo.<br />

Nadie que no fuera Andrés podía salir en <strong>la</strong> noche, estaba siempre vigi<strong>la</strong>da<br />

por una partida de hombres huraños, que tenían prohibido<br />

hab<strong>la</strong>rnos y que sólo lo hacían para decir: »lo siento, no puede usted ir<br />

más allá.»<br />

Fui adquiriendo obsesiones. Creía que era mi deber adivinarle los gustos<br />

a <strong>la</strong> gente. Para cuando llegaban a mi casa yo llevaba días pensando en su<br />

estómago, en si preferirían <strong>la</strong> carne roja o bien cocida, si serían capaces<br />

de comer tinga en <strong>la</strong> noche o detestarían el spaguetti con perejil. Para<br />

colmo, cuando llegaban se lo comían todo sin opinar ni a favor ni en<br />

contra y sin que uno pudiera interrumpir sus conversaciones para pedirles<br />

que se sirvieran antes de que todo estuviera frío.<br />

Para mucha gente yo era parte de <strong>la</strong> decoración, alguien a quien se le<br />

corren <strong>la</strong>s atenciones que habría que tener con un mueble si de repente se<br />

sentara a <strong>la</strong> mesa y sonriera. Por eso me deprimían <strong>la</strong>s cenas. Diez<br />

minutos antes de que llegaran <strong>la</strong>s visitas quería ponerme a llorar, pero me<br />

aguantaba para no correrme el rimel y de remate parecer bruja. Porque<br />

así no era <strong>la</strong> cosa, diría Andrés. La cosa era ser bonita, dulce, impecable.<br />

¿Qué hubiera pasado si entrando <strong>la</strong>s visitas encuentran a <strong>la</strong> señora<br />

gimiendo con <strong>la</strong> cabeza metida bajo un sillón?<br />

De todos modos me costaba disimu<strong>la</strong>r el cansancio frente a aquellos<br />

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