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La piel del lagarto

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có el teléfono. Una vez, dos, tres, cuatro, cinco, hasta<br />

que alargó la mano lentamente y atendió.<br />

—¿Sí?<br />

—Hola, Proteo.<br />

—Me llamo Euclides ¿Qué tienes?<br />

—Mujer blanca, veinticinco años, fenecida el sábado<br />

entre las once de la noche y las dos de la madrugada.<br />

Fue encontrada en las riberas <strong>del</strong> Guaire<br />

ayer en la tarde, bajo el elevado que pasa sobre el<br />

estadio.<br />

—¿Violada? —Smith pensaba en el lenguaje<br />

poético que siempre usaba el Dr. Miguel Delibes<br />

cuando hablaba con él. «Fenecida»; lo imaginó<br />

frunciendo los labios con su barbita corta y los lentes<br />

sin montura.<br />

—No seas morboso, negro, su cuerpo no fue hollado<br />

por el semen <strong>del</strong> asesino.<br />

—¿Causa de la muerte?<br />

—Estrangulada, con un objeto elástico, creo.<br />

Presentó hemorragia intracraneal, probablemente<br />

al ser golpeada con una piedra, o el pavimento. ¿Por<br />

qué no te vienes y haces tu trabajo en vez de estar<br />

preguntando pendejadas por el teléfono como una<br />

negrita remilgada?<br />

«Remilgada». —Es el colmo —pensó Smith.<br />

Desde la ventana de su oficina, los hombres y mujeres<br />

que entraban y salían de la estación <strong>del</strong> Me-<br />

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