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La piel del lagarto

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Era un oso que nadaba hacia el medio <strong>del</strong> río, su<br />

larga cola empapada como un felpudo de edificio.<br />

Levantaba la cabeza para oler el peligro y luego la<br />

sumergía con piruetas de atleta olímpico. Confiaba<br />

en salir bien librado cuando la corriente lo ayudara<br />

a voltear la frágil embarcación. Para el indio, que lo<br />

seguía con cautela —conocía de sus garras curvadas—<br />

ya era comida de los próximos días.<br />

El teniente decidió que el oso era nuestro; el indio<br />

detuvo el esfuerzo de sus brazos cuando nos<br />

acercamos lo suficiente y pudo ver la nueve milímetros<br />

en la mano <strong>del</strong> militar. Sonrió resignado, como<br />

si supiera algo que nosotros ignorábamos. Miró hacia<br />

la orilla y se abandonó río abajo conversando<br />

con las aves que anunciaban el amansamiento de la<br />

lluvia.<br />

—Échatele encima —dijo el teniente. —Ponte<br />

de lado, que de aquí no le doy— y levantó la<br />

mano armada como un prócer con exceso de peso.<br />

El animal continuaba hacia el centro, sin tiempo<br />

para cambiar sus planes. Fácilmente lo alcanzamos.<br />

Pude ver su lomo erizado, el castaño de sus cerdas,<br />

la mancha clara en la cola, el hocico largo y simpático.<br />

Me senté al fondo de la voladora, repentinamente<br />

agobiado por su suerte: la cobardía que me<br />

acompaña desde siempre. Dije no suavemente en el<br />

momento en que el teniente disparó. El oso buscó<br />

el fondo hasta perderse entre las aguas oscuras.<br />

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