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Puyi, que, a decir verdad, estaba mucho mejor de las<br />
manchas. Me convertí en un mayordomo filipino,<br />
discreto y eficiente. Fregaba el piso que los zapatos<br />
Gucci de Martha pisaban. Pagaba las cuentas, me<br />
las veía con los sádicos de la Compañía de Teléfonos.<br />
Mi cómplice, el tipo cansado, me había dado<br />
un permiso por quince días; igual, los alumnos ya<br />
estaban hartos de mis pataletas y <strong>del</strong> seminario que<br />
escudriñaba un enlace entre Chejov, Carver y la joven<br />
literatura latinoamericana. Trataba de no aparecer<br />
por el campo visual de Martha, si para algo<br />
tengo olfato es para saber cuando están a punto<br />
de mandarme para el carajo. Cuando Martha me<br />
atrapaba y se venía con el Herisberto tenemos que<br />
hablar yo llamaba al tipo cansado llorando a gritos,<br />
lo dejaba hablando con Martha y me escabullía.<br />
Perdí quince kilos, pero no importa, la buena vida<br />
me había convertido en el doble de Pablo Escobar<br />
antes de que le dieran matarile y nada de malo tenía<br />
recuperar la forma de escritor sufrido. Una tarde<br />
que el señor cansado me dejó embarcado, llegué a<br />
la casa más temprano de lo habitual. Escuché unos<br />
ruidos extraños, como de una niña que llora. Venían<br />
<strong>del</strong> cuarto, de nuestro cuarto, de su cuarto. Fui hasta<br />
allá, abrí la puerta: Martha feliz, las piernas en<br />
compás hacia el cielo, ensartada por el Gerente de<br />
Comercialización. Él se movía sobre ella como un<br />
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