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La piel del lagarto

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que al final les quedó. Elisa que desabrochaba con<br />

ternura su pantalón y le decía que quería tenerlo un<br />

poquito en la boca, que lo liberaba con un conocimiento<br />

de siglos y comenzaba golosa a cubrirlo de<br />

besos húmedos y luego pasaba a engullirlo, a meterlo<br />

más en su boca y más hasta la garganta y ambos<br />

asombrados por la ausencia de reflejo nauseoso.<br />

Después los gemidos suaves cuando la penetraba,<br />

los ojos bien abiertos, las dos manos crispadas en su<br />

rostro, morderse los brazos buscando el hueso, su<br />

disposición de escolar aplicada, el afán exploratorio<br />

y el grito, el anuncio de no poder más, no poder<br />

más hasta que los dientes se refugiaban en el cuello<br />

<strong>del</strong> Pecas, agradecida.<br />

<strong>La</strong> gorda se fue durmiendo en su hombro, llegaron<br />

a la costa cuando la luz <strong>del</strong> mediodía paralizaba<br />

a las lagartijas que miraban la carretera desde las<br />

piedras iridiscentes de la orilla, el mar era un recuerdo<br />

de mejores tiempos, la refinería era un monstruo<br />

de metal, una película futurista. Siguieron hasta que<br />

el paisaje tomó el tono oscuro de los bosques, llegaron<br />

a San Felipe. El sol, sin reconocer su derrota,<br />

arrancaba brillos rosados a las hojas de grandes árboles<br />

que estallaban por todos lados, produciendo<br />

una sensación de campamento minero, de poblado<br />

transitorio, a la capital de estado. En un bar cercano<br />

al terminal ya lo esperaba el flaco Prada, desertor<br />

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