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—Hola, Delibes —tono oficial, los dientes blanquísimos.<br />
En la mesa que los separaba, el silencio humillado<br />
<strong>del</strong> cuerpo sin vida de una mujer. Aunque hinchada<br />
y con tintes violáceos en el abdomen, aún conservaba<br />
algo de juventud: el caballo rubio, los tobillos no<br />
corrompidos, el anillo de plata en su mano. El aro<br />
cianótico que le atravesaba el cuello parecía una extraña<br />
joya. Tenía las rodillas flexionadas, muy juntas,<br />
como si estuviera dispuesta a patear con fuerza<br />
a quien se le acercara.<br />
—De buena familia —dijo Smith.<br />
—No me canso de afirmar, Proteo, que tus jefes<br />
no hacen justicia a tus habilidades, la preclara inteligencia<br />
que te ha llevado a resolver dos casos en<br />
todos los años de tu dilatada carrera.<br />
—No soy yo quien nombra los jueces de este país.<br />
—Claro, Proteo, otra víctima <strong>del</strong> sistema, y negra<br />
además. ¿Has considerado escribir a Amnistía<br />
Internacional?<br />
—Me llamo Euclides ¿Quién es?<br />
—Ana Isabel Carvallo, hija de Tato Carvallo,<br />
fabricante de botas industriales, militares, etcétera,<br />
etcétera.<br />
—¿Y qué hacía esa niña tan cerca <strong>del</strong> Guaire?<br />
—Bien pensado. No fue llevada allí por la fuerza,<br />
los signos de violencia no parecen tener que ver con<br />
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