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La piel del lagarto

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Supuse techos altos, un escaparate derruido, una<br />

cama ancha en el centro. Ella esperaba en posición<br />

de yoga, me angustiaba no verle la cara, sabía que<br />

sus jugos estarían manchando la sábana, probablemente<br />

se estaba tocando cuando llegué.<br />

—No me esperaste —le dije mientras le quitaba<br />

la ropa. Creo que sonrió. Me acerqué a su entrepierna<br />

que olía a jabón y a arroz a la marinera. Le<br />

acaricié el botón con la punta de la nariz y ella se<br />

puso tensa como un violinista. Metí la nariz con<br />

afán de periscopio. Luego lamí hasta el cansancio,<br />

mordí dos rodetes gordos y suaves, alisé con mis<br />

dedos la carne rosada que asomaba entre los pelitos<br />

recién afeitados. Marla seguía mis maniobras<br />

con respiraciones entrecortadas, sostenía mi cabeza<br />

como temerosa de que decidiera meterme en un<br />

viaje sin regreso. Ahogado en un líquido caliente.<br />

Recorrer su <strong>piel</strong> con tristeza de huérfano, procuré<br />

hundir mis dientes sin hacer mucho daño. Sus tetas<br />

me observaban como ciervas insomnes. Me dijo<br />

muér<strong>del</strong>as y yo mordí. Primero suavemente, alternando<br />

las dentelladas con lametones amables. Sus<br />

bufidos sobre mi cabeza servían de guía, me encontré<br />

con fuerza en sus pezones y aflojé sólo cuando<br />

sentí un sabor metálico. Ella jadeaba. Cuando me<br />

retiré, un moretón adornaba la sana redondez de<br />

sus senos. Al llegar a la cara, me premió con sus<br />

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