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Le encantaban mis salidas ingeniosas, pero no hay<br />
talento que soporte una chuleada persistente. A sus<br />
amigos, con sus camisas de Gitmann and Bros y<br />
sus corbatas de seda Armani, les parecía un bicho<br />
raro, una nueva excentricidad de la Martha, pero<br />
inofensivo. Noche <strong>del</strong> viernes, recepción en casa<br />
<strong>del</strong> jefe y Martha se presentaba con su taller ambiguo<br />
de Chanel y acompañada por su monstruo <strong>del</strong><br />
lago Ness, su yanomami amaestrado, tomado de la<br />
mano, dispuesto a hacer el numerito, a atiborrarme<br />
de whisky y canapés de salmón ahumado, y a escuchar<br />
horas y horas de las bondades <strong>del</strong> sistema iOs y<br />
chistes extraños de los que se reían como tiburones<br />
ancianos. Pero Martha me amaba y yo era casi feliz.<br />
A veces habían pequeñas quejas, no lo niego, que<br />
si mis ronquidos no la dejaban dormir, que si no<br />
anduviera por la casa sin camisa, que si me cortara<br />
las uñas de los pies. Pero Martha me amaba. Creo.<br />
Un día apareció agotada y próspera con un goldfish<br />
de tres colas y vetas plateadas, habitante único<br />
de un frasco de boca ancha bellamente labrado.<br />
—Hola. —Beso al aire, maletín de Louis Vuitton<br />
sobre la butaca de cuero escoltada por la lámpara de<br />
Phillip Starck— ¿Cómo va la novela?<br />
Algún sindicato de escritores debería prohibir<br />
esa pregunta.<br />
—Avanza: el transfor se encuentra con el amor<br />
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