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<strong>La</strong> última guardia<br />
como alguien que he amado, y que me ama<br />
desde un ataúd lleno de piedras<br />
Eugenio Montejo<br />
De noche, los pasillos <strong>del</strong> hospital se vuelven tristes<br />
como los aeropuertos. <strong>La</strong>s habitaciones oscuras,<br />
el suave rumor <strong>del</strong> sueño de los psicóticos. Detesto<br />
las guardias, la sensación de estar encerrado en<br />
un Fuerte Apache rodeado de locos. Duermo mal<br />
esas noches, en ocasiones despierto de madrugada<br />
bañado en sudor, un sabor ácido en la boca: mis<br />
pesadillas, encerradas entre las paredes de la residencia,<br />
desatadas en una danza feroz. Peor aún si<br />
hay trabajo que hacer: si fallan las drogas, tenemos<br />
aullidos y silbidos hasta el amanecer.<br />
Mi última guardia. <strong>La</strong> enfermera tocó la puerta<br />
con insistencia, siempre fue difícil levantarme:<br />
«Doctor, está malita la <strong>del</strong> 45». Pedí la historia, garabateé<br />
unas indicaciones, traté de dormir un poco<br />
más. No fue posible. Me levanté y caminé por el<br />
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