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La piel del lagarto

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—Se llama Óscar —dijo papá<br />

Poco después se reveló el asesino: Óscar pasaba<br />

al lado de la presa con aleteos inconsecuentes, una<br />

indiferencia que alentaba la confianza y en el momento<br />

preciso movía con velocidad pasmosa el cuello<br />

oblongo y propinaba unas dentelladas feroces a<br />

la víctima. Así acabó con una pareja de goldfish, de<br />

la aleta trasera <strong>del</strong> escalari (al que papá había bautizado<br />

Niebla), quedó un muñón arrugado como un<br />

pergamino inservible, los gupis huían inútilmente<br />

tratando de preservar la integridad de sus colas,<br />

pero Óscar fue sanguinario desde el principio y con<br />

el tiempo se volvió un experto. También ayudado<br />

por la rata de mi tío Orlando, que le arrojaba trozos<br />

de carne cruda y las crías de los gupis que vivían<br />

en el frasco de mayonesa que habíamos habilitado<br />

como maternidad. De manera imperceptible, el<br />

paisaje de la pecera se volvió sombrío. Óscar se paseaba<br />

feliz por el agua verdosa, la quijada rígida, erizada<br />

de dientes, que recordaban el gesto congelado<br />

de la pirañas. El día que mataron a papá recorría<br />

con gracia sus dominios, ajeno a mi temblor, al frío<br />

nuevo en mis manos, a la claridad que entraba por<br />

la ventana <strong>del</strong> cuarto, una mañana feliz de la que<br />

acababan de expulsarme.<br />

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