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La piel del lagarto

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ueno, era inevitable: me dijo de todo, o lo que es lo<br />

mismo, me dijo pelele, me dijo vago, escritor fracasado,<br />

etc. Yo tampoco me quedé atrás y la llamé frívola,<br />

superficial, cuando mis insultos comenzaron a<br />

parecerme un poco ridículos, le busqué el hueso: la<br />

llamé vieja, le dije que me estaba tirando a una de<br />

mis estudiantes porque añoraba la firmeza de las<br />

carnes (digan lo que digan los folletos, los antidepresivos<br />

de nueva generación también te la tumban),<br />

que no tenía idea de lo bien que se sentía el<br />

temblor convulso de las multiorgásmicas.<br />

—Vete a la mierda, Herisberto.<br />

Aterrizaje forzoso tres horas después. Me disculpé<br />

de todos los modos posibles, apelé a las recomendaciones<br />

<strong>del</strong> señor cansado, le rogué que no<br />

me dejara, asomé, nuevamente, la posibilidad <strong>del</strong><br />

suicidio. Martha se lanzó a fondo:<br />

—¿Y qué quieres? ¿Que te compre el libro <strong>del</strong><br />

Dr. Kervokian? Haz con tu vida y con tu muerte lo<br />

que te salga <strong>del</strong> forro.<br />

Y me dejó allí con setenta dólares en billetes nuevecitos<br />

de a cinco y el pasaje de regreso. Conclusión:<br />

de Nueva York conozco el aeropuerto Kennedy, que<br />

es un recinto luminoso y amplio donde uno puede<br />

llorar tranquilo sin que nadie le pregunte nada.<br />

Martha regresó a la semana, suspiró hondamente<br />

cuando me vió, pasó de largo para saludar a<br />

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