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La piel del lagarto

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un barco. El chofer lo miró desconfiado e intentó<br />

entablar conversación.<br />

Smith necesitaba pensar:<br />

—Señor, no me interesa su opinión sobre la situación<br />

<strong>del</strong> país, ni sobre los precios de los cauchos,<br />

ni sus deseos de dictaduras firmes. Agradezco su<br />

comprensión y su silencio. A Los Próceres por favor.<br />

El taxista soltó un «negro de mierda» entre los<br />

dientes que Smith decidió ignorar. En poco tiempo<br />

entraban al paseo de fuentes humillados por pequeños<br />

charcos de agua verde y descompuesta, grandes<br />

leones de piedra ennegrecidos por el humo y estatuas<br />

de mujeres desnudas que tomaban un baño<br />

eterno con los pechos opulentos al aire. Smith bajó<br />

frente a un edificio de pocos pisos que parecía un<br />

panal, pagó sin regatear lo que pidió el taxista y<br />

buscó la oficina <strong>del</strong> Capitán Arsenio <strong>La</strong>nder.<br />

El Capitán <strong>La</strong>nder era aún joven, con esa mirada<br />

resignada de los militares que se saben fuera<br />

de la lista de ascensos en los próximos veinte años;<br />

cierto descuido en la vestimenta, compensado por<br />

su genialidad con las computadoras, lo hacían un<br />

hombre de oficina. Soldado de la retaguardia, como<br />

lo llamaba Smith.<br />

—Arsenio, al grano: una niña bien, que respondía<br />

al nombre de Ana Carvallo, amaneció estrangulada<br />

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