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La piel del lagarto

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Máximo que no siente el cañón <strong>del</strong> rifle tapándole<br />

las orejas.<br />

—Mássimo —le canté— suéltala.<br />

Sonrió. Exploró un poco más con la paleta. Yo<br />

apreté el gatillo suavemente. Por un momento, miré<br />

el polvo que se levantó <strong>del</strong> suelo: flotaron, en el aire,<br />

miles de pececitos. Máximo cayó de lado, acurrucado<br />

como un caracol; un líquido verde salía entre los<br />

dedos que se llevó a la cabeza. No lloraba, abría y<br />

cerraba la boca; yo tomé a Costa de la mano, le dije<br />

vístete. Salimos de la casa.<br />

Caminamos un rato por la parte de atrás <strong>del</strong> edificio.<br />

Ella, en silencio, miraba las hojas caídas de los<br />

árboles. Pregunté:<br />

—¿Y qué? ¿Te cogió?<br />

Me detuvo cerca, cerquita, de su aliento. <strong>La</strong> tarde<br />

toda se volvió su cara, redonda como la luna de los<br />

cuentos. No cerré los ojos. Ella chupó mis labios,<br />

mordió un poco mi lengua. Salió corriendo.<br />

Con mi winchester al hombro caminé con pasos<br />

de viejo hacia el parque, a esperar la noche —fugitivo<br />

ya— bajo el árbol grande donde viven los murciélagos.<br />

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