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lidez; temía que le obligaran a renunciar a ella (le<br />
había costado conseguirla, ahora no podía vivir sin<br />
su cabellera dura, sus carnes crecientes, el acre de su<br />
aliento) y a la cosa pequeña que lloraba envuelta en<br />
<strong>piel</strong>es en un rincón.<br />
Su cueva era la más elevada de la montaña, la más<br />
discreta, la más fresca en los días de verano. Desde<br />
allí observaba la costra rígida de las extensiones <strong>del</strong><br />
gran valle, el rumor de las manadas, su alimento, el<br />
peligro que podía venir de cualquier lado: los grandes<br />
<strong>lagarto</strong>s, la infección, el celo de su vecino. Los<br />
altos montes a lo lejos, grises y cubiertos de bruma,<br />
eran el recinto de sus dioses y también fue, aquella<br />
tarde, el lugar donde vivió su peor pesadilla.<br />
Con disimulado desgano ofrendó un cántico y se<br />
aplicó en el examen de sus lanzas. Salió abrigado y<br />
caminó en silencio al lado de sus compañeros, tras<br />
la huella <strong>del</strong> mamífero dentado.<br />
Ella suspiró y esperó que se alejaran los pasos de<br />
su marido. Amamantó a la criatura y esperó. Se retardó<br />
en la búsqueda de piojos en su <strong>piel</strong>, le encantaba<br />
su sabor salobre, el crujido exacto que hacían<br />
entre los dientes. Al fin entró el joven. Le gruñó<br />
con placer, regocijada por la marca perfecta de sus<br />
músculos. Se arrojó sobre ella y buscó con su miembro<br />
duro. <strong>La</strong> penetró entre la mata de pelos donde<br />
hervían las ladillas. Sus quejidos se confundían con<br />
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