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La piel del lagarto

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no gritaba tanto: gemía suavemente. Olor a vómito.<br />

No, no, no.<br />

—¿Qué?<br />

—¿Qué hiciste anoche?<br />

—No me acuerdo. Estaba perdido.<br />

—Me llevé dos carajitas para la playa. Estudiantes<br />

de Arte. Me las cogí a las dos. Parecía una montaña<br />

rusa. Tetas por todos lados. Insaciables. Me<br />

dejaron seco y seguían, chupándose la cuchara.<br />

Mentía. Ya Magda le había contado. Hice lo que<br />

pude. Me negué varias veces. No perdía oportunidad<br />

para decirme, Pancho, que a ti no te importaba.<br />

Que sólo quería montarme una vez. Pensé por qué<br />

no y sin darme cuenta ya estaba ensartada. No sé<br />

qué paso. Acabó ahí mismo, casi me lo metió. Pobre,<br />

tu tío, le dio pena. Es la coca, me dijo. No lo<br />

quiero ver más.<br />

—A Santa Mónica, juerte —imitando un acento<br />

nicaragüense que no le salió.<br />

Se dejó la misma ropa y bajó a buscar el carro. <strong>La</strong><br />

conserje limpiaba el piso. Olor a lavansán: el agua<br />

jabonosa haciendo olas en el piso. Buenos días. <strong>La</strong><br />

vieja no le respondió. Fregaba el piso y resoplaba,<br />

pero no levantó la cabeza. Un pájaro marrón, de<br />

cola larga, lo miraba desde el techo <strong>del</strong> carro. Piurripí,<br />

piurripí, lo llamó. El pájaro retrocedió unos<br />

pasos. Voló hacia el Guaire.<br />

—Ahora vais a ver qué buen perico. Le gustaba<br />

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