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<strong>La</strong> besé con afán de entomólogo, cubrí su cuello de<br />
saliva, obligue a sus músculos a relajarse un poco.<br />
Besé su boca entreabierta y busqué la lengua, que<br />
se negaba a jugar. <strong>La</strong> volteé con la habilidad de Basil<br />
Batta en el Nuevo Circo y así, de espalda, tuve<br />
tiempo de admirar sus omóplatos perfectos, el hueco<br />
que se hacía en su espalda cuando le apliqué la<br />
llave que la inmovilizó, el fin de la columna vertebral<br />
donde parecía faltar la cola erizada que las antepasadas<br />
de Irene habrán lucido coquetas hace miles<br />
de años. <strong>La</strong>s nalgas húmedas que parecían respirar.<br />
Hacia allá me dirigí exploratorio y las mordí<br />
suavemente, como una atracción pasajera mientras<br />
me dirigía al objetivo, abrirle las nalgas y buscar,<br />
buscar, buscar el huequito luminoso y apretado. Allí<br />
lamí con la indolencia de los condenados a muerte,<br />
Irene empezaba a responder, lo notaba en los movimientos<br />
sinuosos, como de serpiente bailando, que<br />
empezaba a hacer su esfínter, en el silencio de sus<br />
dientes apretados, en los brazos descoyuntados a los<br />
lados. Cuando la penetré por detrás, gimió agradecida.<br />
<strong>La</strong> obligué a mirar el televisor mientras me<br />
movía en su interior, adivinando nuevamente sus<br />
pliegues suaves y valles recónditos con el mismo<br />
vértigo de los astronautas cuando pisan la luna por<br />
primera vez. Irene emitía unos ruidos entrecortados,<br />
creo que lloraba un poco, pero yo estaba lejos<br />
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