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La piel del lagarto

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de cangrejos que le apuntaban con sus antenas, moviéndolas<br />

a un lado y otro, rastrillando el piso con<br />

las tenazas. El cangrejo más grande se parecía al<br />

que había quedado en la mañana bajo las ruedas <strong>del</strong><br />

carro, aplastado contra el piso, el cuerpo reventado<br />

como una porcelana rota. Algo le reprochaba y su<br />

tía, mucho más vieja, le decía ese es tuyo, llévatelo a<br />

Caracas en una caja de zapatos y el Pecas despertaba<br />

con ganas de explicar que él no estaba manejando,<br />

que no era su culpa.<br />

Aún estaba oscuro cuando comenzaron a subir el<br />

cerro; los rezagados de los grupos que venían a examinarse,<br />

a dejar gente marcada, a obligar a volver a<br />

los amores, bajaban con los ojos inyectados, oliendo<br />

a cocuy y a pólvora y dejando un reguero de velas<br />

encendidas y conchas de limón en las riberas de las<br />

quebradas. El Pecas tenía frío y el barro se le metía<br />

en los zapatos, que pena traer esos mocasines para<br />

esta montaña, seguro que lo iban a criticar después<br />

pero pensó que el último regalo de Elisa sólo podía<br />

traerle suerte. Cuando llegaron al claro se impresionó<br />

de ver tanta gente, todos jóvenes, algunos<br />

sonriendo, otros con el ceño fruncido, la vanguardia<br />

revolucionaria que no podía ocultar el miedo que le<br />

producía la montaña donde viven los espíritus.<br />

Fueron horas organizando la agenda, levantando<br />

planes de acción, estableciendo posiciones y distan-<br />

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