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La piel del lagarto

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de allí, como envuelto en una burbuja de látex, sólo<br />

atento a los golpes secos contra sus ijares que detenían,<br />

como una muralla, mis embestidas. Cuando<br />

me fui, chupé su cuello diciendo algo ridículo: soy<br />

un vampiro, soy un vampiro.<br />

Nos buscamos una y otra vez sobre la cama empapada<br />

mientras las imágenes se repetían en el televisor.<br />

Casi se podía sentir el olor de los muertos,<br />

la carne de miles de cuerpos eructando bajo los escombros.<br />

Hacia el mediodía llamé al servicio. El cabrón<br />

<strong>del</strong> jefe me preguntó dónde estaba, murmuró<br />

algo sobre un operativo y no tuve más remedio que<br />

decirle que desde temprano estaba abajo, ayudando<br />

por los lados de Carmen de Uria. Allí se me quebró<br />

un poco la voz, en ese pueblo me había comido los<br />

mejores helados de coco <strong>del</strong> mundo, los hacía un<br />

viejo que tenía una bola enorme que le tensaba el<br />

pantalón y lo obligaba a andar siempre con el cierre<br />

abierto. Parecía como si alguien se hubiera equivocado<br />

con él y en lugar de testículos le hubieran<br />

injertado un balón de basket sólo para ver como se<br />

las arreglaba. Cada tarde nos ibamos a comer un<br />

helado, mis primos y yo, y mirábamos de reojo el<br />

fenómeno. El jefe atribuyó mi actitud a la situación<br />

que estaba viviendo, me pidió que me mantuviera<br />

en contacto y que por favor me cuidara. Puse voz<br />

de Bruce Willis y lo despaché. Hice otras llama-<br />

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