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las masas que salían cansadas de sus trabajos. Hombres<br />
ciegos, aturdidos por el calor de los grandes<br />
hornos. El secretario general le puso el ojo al Pecas<br />
en un viaje clandestino en que le sirvió de enlace.<br />
Le gustó su silencio, su andar de pelirrojo tranquilo,<br />
la chaqueta de pana que no se quitaba nunca. Desde<br />
entonces se lo llevó de chofer, de guardaespaldas,<br />
de mayordomo.<br />
—¿Quieres refresco? —Era gruesa, de labios vulgares,<br />
tenía el pelo sucio. Intento inútil de ponerle<br />
conversación, de motivarlo con sus escasos recursos,<br />
la sonrisa que podría suavizar su rostro si no tuviera<br />
los ojos tan separados. El Pecas clavaba la mirada<br />
en los valles que atravesaban, largos galpones de fábricas<br />
recortados frente a montañas violetas.<br />
—¿Eres de Caracas? —El Pecas pensó mandarla<br />
al carajo, preguntarle qué coño te importa, tirarse<br />
un peo, pero lo detuvo el tono de voz ronca que por<br />
momentos se hacía gangosa, de niñita. Como la voz<br />
de Elisa, <strong>del</strong>gada, con teticas pequeñas, limones, limoncitos,<br />
naranjas chinas, le decía él mientras las<br />
besaba, mientras buscaba concienzudo cubrir toda<br />
esa <strong>piel</strong> suave, acariciada por años de cremas humectantes,<br />
de protectores solares. Elisa sonreída en<br />
los pasillos de la facultad, el largo cabello que se enroscaba<br />
en sus dedos mientras se contaban las vidas<br />
en la Tierra de Nadie, su rincón amable, el único<br />
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